En esta vieja fábula zen hay una enseñanza importante. A veces las cosas no son como parecen. Si rebasamos las fronteras de las apariencias, muchas veces descubrimos que detrás de realidades que parecen negativas, se esconde un gran aprendizaje.
Esta fábula zen nos cuenta que hace mucho tiempo hubo un gran maestro, que se hizo muy célebre por su enorme sabiduría. Se dice que su fama rebasó fronteras y, por eso, venían aprendices de todas partes para recibir las enseñanzas del maestro.
Quienes se convertían en sus discípulos decían que alcanzaban una gran evolución con sus enseñanzas. Cuenta la fábula zen que eran tantos los que querían estar a su lado, que el maestro tuvo que volverse muy selectivo, pues no daba abasto.
“Las raíces de la educación son amargas, pero la fruta es dulce”.
-Aristóteles-
Sin embargo, a medida que fue envejeciendo, el maestro comenzó a cambiar. Empezaron a circular rumores que no hablaban muy bien de él. Se decía que su carácter se había vuelto hosco y displicente. Que parecía como si constantemente estuviera malhumorado y que no trataba nada bien a sus aprendices.
El maestro solitario
Según esta fábula zen, las cosas cambiaron mucho para el anciano maestro. Así como antes se esparcía su fama de hombre sabio por todas partes, ahora solo se comentaba sobre su mal carácter. Algunos decían incluso que se había vuelto loco y por eso ya no toleraba a los demás.
Poco a poco, el maestro se fue quedando sin discípulos. Los pocos que se atrevían a llegar hasta su morada para consultarlo, salían despavoridos por su mal humor. En menos de un año, dejaron de llegar nuevos aprendices. El maestro se convirtió en un solitario, que pasaba días y noches encerrado en su casa, o paseando por los jardines que cuidaba con esmero.
Sin embargo, había un monje zen que sentía gran curiosidad por lo ocurrido. Le parecía imposible que un hombre tan sabio hubiese cambiado tanto, en tan poco tiempo. Él sabía que aquel anciano estaba dotado de grandes conocimientos y que había alcanzado una evolución muy grande. Así que decidió comprobar por sí mismo los rumores.
Los demás le insistieron para que no fuera a buscarlo. Según la fábula zen, muchos afirmaban que el maestro ya no solo era huraño, sino que incluso se había vuelto agresivo y totalmente desconsiderado con sus discípulos. Pese a todo, el aprendiz decidió ir a buscarlo.
Un encuentro sorpresivo
Dice la fábula zen que el joven aprendiz llegó a la morada del maestro y tocó a la puerta. Sin embargo, nadie le abrió. El muchacho vio que dentro de la casa había una vela encendida y por eso supo que el maestro estaba ahí. Así que insistió, pero no recibió ninguna respuesta.
Notó que el jardín estaba recién regado y que lucía esplendoroso. Descartó entonces que el maestro estuviera enfermo. Se asomó por una rendija de la casa y vio que el anciano estaba sentado, meditando. Así que se acurrucó junto a la puerta y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, el viejo maestro abrió la puerta. El joven estaba medio congelado, pero aún así se mostró muy feliz al ver al anciano. En un tono despectivo, le dijo que pasara dentro y se sentara en una de las sillas. Casi ni lo miraba. Sus gestos y su voz eran agresivos.
La enseñanza de la fábula zen
Apenas el aprendiz se sentó, el maestro lo recriminó. “¡Siéntate como un ser digno, no como un estúpido!”, le dijo. El joven se sintió algo incómodo, pero inmediatamente enderezó la espalda y tomó una posición erguida. El maestro entonces tomó su tetera y se sirvió un té humeante y aromático, que se veía delicioso. El joven lo miraba ansioso.
“¿Quieres té?”, le preguntó el maestro y el joven asintió. Cuenta la fábula zen que el maestro tomó una taza, sirvió y luego le arrojó todo el té a la cara. “¿Es esta la manera de tratar a una visita?”, preguntó el joven. El maestro respondió: “Me pediste té y eso te di”. Luego cerró los ojos y entró en meditación. Al verlo, el aprendiz hizo lo mismo. Curiosamente, lo embargó una sensación de completa paz.
Así estaba cuando el anciano se incorporó y lo sacó de su éxtasis con una bofetada. El muchacho quedó petrificado. Entonces, el maestro lo golpeó de nuevo. Luego le preguntó: “¿Cuál es el origen del ruido: mi mano o tu mejilla?”. El muchacho guardó silencio y el maestro le hizo de nuevo la misma pregunta.
Por fin, el joven dijo: “El origen del ruido está en mi mente”. Comprendió que el ruido no era solo el sonido que salía del golpe, sino todos los sentimientos negativos que surgían en su interior.
Entonces, el maestro sonrió. “Eres el discípulo que estaba esperando hace tiempo”, le dijo. Luego, comenzó el aprendizaje. Aquel discípulo, tras unos años, se convirtió en uno de los más grandes maestros de la historia.
Fuente: lamenteesmaravillosa.com