CIUDAD DE MÉXICO — En mi casa no se celebraba el Día de las Madres. Mi abuela lo odiaba. Le recordaba los bordados y manualidades que la ponían a hacer en la escuela para regalárselos a su madre, que siempre le salían mal. Le recordaba también a su propia madre, enferma de Parkinson, a quien cuidó durante sus últimos años. Mi bisabuela se emocionaba mucho ese día y se arreglaba para ver a sus hijos. Durante el resto del año la visitaban muy poco, pero ahí estaban ese día, puntuales y con flores. A mi abuela le daba tristeza, pena ajena y coraje
tener además que hacerle de anfitriona. Nunca quiso festejarlo, no aceptaba regalos ni felicitaciones. Le parecía una fecha hipócrita y artificial. Lo que sí le gustaba era ir a los restaurantes ese día —en particular a Sanborns—, para ver cómo sacaban “a pasear a las viejitas”, así decía. Se reía de los peinados bombachos, de los atuendos, y escuchaba las conversaciones en las mesas de junto. Luego volteaba para contarnos de qué estaban hablando. Sus diagnósticos nos mataban de risa. El último Día de las Madres que salimos con mi abuela, ella tenía ya una demencia senil avanzada y todo el trayecto fue deseándonos feliz navidad.
Mi madre también aborrecía la fecha. Un poco por herencia, supongo, pero su mirada era —es— más ideológica porque la consideraba una celebración consumista y llena de clichés, cuyo único propósito era hacer gastar a la gente. En la primaria hippie a la que asistí no se celebraba el Día de las Madres, por los mismos motivos. Así que nunca hice tarjetas, no recité poemas ni armé espectáculos ni desfiles. La conmemoración, en realidad, nunca me significó realmente nada —salvo mucho tráfico en las calles— y eso no cambió cuando nació mi hijo. Empecé, eso sí, a recibir cadenas por WhatsApp, rosas virtuales y mensajes empalagosos que me enchinaban las pestañas y me ponían de pésimo humor. También, lo admito, recibí un dibujo indescifrable de mi hijo que me encantó, aunque no más que los que hace todos los días.
Ya no recuerdo cómo di con la historia del origen del Día de las Madres, pero de ahí nació mi convicción de que la fecha tiene remedio, si logramos retomar sus raíces de protesta. Hoy, la celebración se construye alrededor de los estereotipos decimonónicos de la madre sacrificada, entregada, amorosa y perfecta que tanto daño les hacen a las mujeres en general y a las madres en particular. Todo gira alrededor del consumo, en especial de los electrodomésticos, como para regresar a la madre a su lugar patriarcal por excelencia: la cocina, y ahí retenerla con juguetes nuevos. Parece inverosímil que esta celebración edulcorada y cursi tuviera, en realidad, un origen feminista. Pero lo tiene.
Ann Maria Reeves Jarvis nació en Estados Unidos en 1832 y durante varios años organizó lo que llamaba “clubs de trabajo del día de las madres”, para mejorar la salud y la higiene a través de la educación de las mujeres. Durante la Guerra de Secesión, Jarvis cuidó de muchos heridos y su idea era organizar un Día de las Madres de protesta pacifista en contra de la guerra. La feminista y sufragista Julia Ward Howe retomó la idea de Jarvis y escribió una potente declaración del Día de la Madre, donde instaba a las mujeres a oponerse a la guerra, a sentir empatía por las madres de otros países y a no permitir que sus hijos sean entrenados para lastimar a los hijos de alguien más. “Desde el seno de la devastada tierra, una voz se alza con la nuestra. Dice: ¡Desarme, desarme!”.
Cuando su madre murió, la hija de Ann Maria Reeves Jarvis, Ann Jarvis, comenzó a mandar peticiones para declarar un día de celebración nacional en honor a su madre pacifista. Luego de mucho esfuerzo lo consiguió, y se volvió una celebración oficial en Estados Unidos en 1914. Pero muy pronto los empresarios vieron el enorme potencial en el día y la idea original se corrompió. Unos años después, Jarvis escribió una declaración diciendo que los floristas y los vendedores de tarjetas eran “charlatanes, bandidos, piratas, estafadores, secuestradores y termitas que tratan de demeritar con su avaricia uno de los movimientos, y una de las celebraciones, más nobles y verdaderas”. Trató durante el resto de su vida de acabar con el Día de las Madres, pero era demasiado tarde
En México llegó ya echado a perder. Como explica Guadalupe Nettel, el Día de las Madres fue importado por el periódico Excélsior, con apoyo de la Secretaría de Educación Pública y de la Iglesia católica, y su propósito era intentar detener un importantísimo movimiento feminista en Mérida, Yucatán, donde Elvia Carrillo Puerto, entre otras cientos de participantes, realizaron en 1916 un congreso feminista
Así, el Día de las Madres se fue volviendo antagonista del feminismo, pero en su raíz histórica perdura la batalla de las madres por transformar el mundo. Si a esos orígenes nos aferráramos, sería posible convertir el día en un bastión para las luchas de las “madres desobedientes”, por retomar el término que usa Esther Vivas en Mamá desobediente, el brillante libro que reconcilia al feminismo con las madres.
Si en vez de pedir flores pidiéramos licencias de maternidad más largas (acordes con el periodo de lactancia que recomienda la Organización Mundial de la Salud). Si en lugar de escribirnos tarjetas con lugares comunes redactáramos las leyes que hacen falta para asegurar jornadas de trabajo reducidas, compatibles con la crianza. Si reemplazáramos los chocolates con licencias de paternidad obligatorias y equivalentes a las de las madres. Si cambiáramos las frases sobre el amor infinito y el sacrificio abnegado por reflexiones para acabar de una vez por todas con los estereotipos románticos de las madres perfectas, y con los tabúes y prejuicios alrededor de la lactancia. Si intercambiáramos las joyas por planes concretos para terminar con la violencia obstétrica. Si dejáramos de inundar las redes con felicitaciones vacuas y mejor las llenamos de ideas para la crianza colectiva. Si en vez de salir a los restaurantes saliéramos a las calles a exigir un sistema nacional de cuidados, aborto legal, seguro y gratuito en todos los estados de México —y en toda América Latina y en el mundo entero—, así como justicia para las madres de personas desaparecidas y víctimas de feminicidios. Si así fuera, el 10 de mayo volvería a tener sentido.
En los últimos años las marchas del Día de la Mujer, el 8 de marzo, en América Latina han sido colosales y formidables. En ellas salimos a protestar para reclamar, entre otras cosas, el derecho a la existencia, a la autonomía sobre nuestros cuerpos y a una vida digna. Pero un día al año, ya se ve, no es suficiente. Necesitaríamos los 365 días para denunciar todo lo que hay que denunciar, para exigir lo que tenemos que exigir. Apropiémonos por lo pronto del Día de las Madres. Resignifiquemos la fecha y celebremos también lo que es digno de celebrarse: las voces que se alzan, las iniciativas, las leyes, los nuevos discursos y la imparable fuerza colectiva que sigue cambiando el mundo.
En México, en América Latina y en todo el planeta, queda un enorme camino por recorrer para que las maternidades sean elegidas, libres y gozosas. Hagamos del Día de las Madres un día de lucha, por todas las que han sido, por las que son y serán. Un día así, hasta mi abuela lo habría celebrado.