EL BESTIARIO
En México, una era llegó a su fin. La caída de Omar Treviño Morales, alias Z-42, líder desde 2013 del cartel de Los Zetas, marca el ocaso de un tiempo dominado por los grandes nombres del narcotráfico. Con la captura de Treviño, hermano del legendario Z-40, y el viernes pasado de Servando Gómez Martínez, La Tuta, cabecilla de Los Caballeros Templarios, la lista de criminales que un día hicieron temblar las estructuras del Estado queda prácticamente vacía. Pero el terror, ese espectro que nadie consigue enterrar, aún domina amplias zonas del país. Con las grandes organizaciones criminales en declive, la violencia, como se demuestra a diario en Michoacán, Guerrero o Tamaulipas, ha pasado a manos de grupúsculos cada vez más atomizados y de casi imposible control. Es el amanecer, según los expertos, de una nueva época del narco, en la que leyendas como Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, o Nazario Moreno, El Chayo, han pasado a ser historia.
En medio de este desmantelamiento de las cúpulas de Los Zetas y Los Caballeros Templarios, una noticia ha pasado desapercibida. La presencia en el Senado de México del hijo del colombiano Pablo Escobar, el narcotraficante más famoso de la historia. Sebastián Marroquín se reunió con los legisladores y cuestionó la actual estrategia militar para hacer frente a los cárteles. “Tienen tiempo de evitar una experiencia como la que vivimos en Colombia, la democracia tiene una deuda pendiente con la sociedad: firmar la paz con las drogas”. Quizás, el escenario de estos días, ha opacado estas ‘recomendaciones’ del primogénito de Pablo Escobar.
Este cambio de signo de la última semana, con las detenciones de La Tuta y el Zeta-42, hunde sus raíces en la feroz batalla contra el crimen emprendida por el presidente Felipe Calderón (2006-2012). Un ataque frontal a las estructuras del narco en el que se llegó a emplear a más de 50.000 soldados. La espiral de violencia dejó un reguero de 70.000 muertos y 23.000 desaparecidos, una sociedad extenuada y unos carteles en pie de guerra, armados hasta los dientes e inmersos en continuas matanzas. La llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia a finales de 2012 supuso un giro en la conducción del frente. Sin renunciar al empleo de la fuerza militar, los nuevos dirigentes dieron un uso mayor a los servicios de inteligencia. También abandonaron la altisonancia verbal empleada por Calderón.
El resultado pronto se hizo sentir. A siete meses del inicio de su mandato, cayó Miguel Ángel Treviño, el Z-40, el capo más sanguinario, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de sangre llegaba a comerse los corazones de sus víctimas. En febrero de 2014 esta ofensiva policial logró su gran trofeo. En un hotel barato del Pacífico, fue sorprendido, junto a su esposa e hijas, el líder del cartel de Sinaloa, El Chapo, el criminal más buscado del planeta. Poco después le llegó el turno a Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios, cuya implacable maquinaria de extorsión en Michoacán desató la revuelta de las autodefensas. Esta tanda se ha completado ahora con La Tuta y desde esta madrugada con el Z-42, capturado sin un tiro en una casa de San Pedro Garza (Nuevo León), el municipio más rico del país. El impacto político de estos arrestos, en un momento en que el Gobierno atraviesa una profunda crisis de confianza, es evidente. Pero el respiro difícilmente durará.
Los pequeños jefes sicarios no están por negocio internacional de la droga, buscan el beneficio rápido del secuestro, el robo y la extorsión
Aún quedan importantes narcos libres como Ismael El Mayo Zambada, quien se supone que controla los remanentes del imperio dejado por El Chapo. Pero ni su peso ni su impacto son los mismos. Ahora, según los expertos, México asiste a la emergencia de los pequeños grupos zonales, de estructura ligera y con gran capacidad para eludir el hostigamiento policial. Forman un universo fragmentado, de jefes sicarios, que sin prestar tanta atención al negocio internacional de la droga, buscan el beneficio rápido del secuestro, el robo y la extorsión. También se ofrecen como asesinos a sueldo de los grandes carteles. Su empleo es constante en las guerras que las organizaciones mantienen entre sí, como lo atestiguan los propios zetas, enzarzados desde hace años en un cruento pulso con el cartel del Golfo por el control de Tamaulipas.
En este contexto, la detención del Z-42 cobra importancia, más que por el personaje, que siempre vivió a la sombra de su hermano y heredó el trono ya en plena decadencia, por la terrible hilera de cadáveres que arrastra la organización. Formados por desertores de las fuerzas especiales del ejército mexicano, Los Zetas nacieron como un brazo armado del cartel del Golfo para hacer frente a sus rivales. De un sadismo extremo, sometían a torturas bestiales a sus enemigos, los mutilaban y decapitaban. Muchas veces grababan sus aberraciones en vídeo y las colgaban en YouTube…
“Es hora de evaluar alternativas de paz y no de guerra frente a las drogas, pues matando a los pacientes no se cura la enfermedad”
Al acudir al Senado, Sebastián Marroquín -este es el nuevo nombre y apellido adoptado por el primogénito del narcotraficante colombiano Pablo Escobar, por cuestiones de seguridad personal- dijo que México todavía está a tiempo de evitar una experiencia como la ocurrida en Colombia, al manifestarse a favor de modificar la estrategia armada para combatir el narcotráfico. Al reunirse con la Comisión de Justicia, encabezada por el panista Roberto Gil, Sebastián Marroquín expuso su testimonio de vida como hijo del narcotraficante más buscado del mundo y dijo lamentar que hoy en día todavía haya muchos jóvenes que le expresan que quieren parecerse a su padre porque lo admiran. Resulta paradójico este encuentro con militantes del PAN, cuyo presidente, Felipe Calderón, optó por la vía armada para frenar al narcoterrorismo, con unas secuelas perturbadoras al hacer un recuento de muertos y desaparecidos, no lejanas a las vividas en el país sudamericano…
“Hay comentarios en las redes de muchos adolescentes que me preocupan, dicen cosas como yo adoro a tú papá, yo quiero ser como él. Eso es algo que yo digo, yo también lo adoro, pero yo no quiero ser como él. Yo no perdí el amor por mi padre, pero eso no me impidió ver la realidad y la violencia que implicaba el negocio del narcotráfico, de las drogas, de la violencia en general”, contó el joven colombiano, que vestido en color negro llegó acompañado de su libro “Mi Padre”.
Dijo que es necesario mostrar a través de su testimonio de vida que él pudo convertirse en otro Pablo Escobar Gaviria, no lo hizo sabiendo y vivido las consecuencias de la violencia, destrucción y violación de derechos humanos en un país que fue literalmente sometido por la vía de la fuerza por su padre. En ese sentido dijo que debe haber responsabilidad en quienes publican esas historias para no mandar mensajes equivocados, porque son historias que no deben repetirse en ningún sentido. “Claramente el mensaje implícito que debe prevalecer en cada uno de los renglones que tienen historias como esa justamente deben invitar a los jóvenes a no caer en esas tentaciones, y el ejemplo que relato es que la propia fortuna de mi padre terminó financiando su misma muerte”.
“El narcotráfico, al final, te arrebata todo, tu vida, la de tus familiares, tu libertad, tu tranquilidad, tu paz”
“El narcotráfico es un negocio cortoplacista que promete algunas cosas pero al final te arrebata todo, tu vida, la de tus familiares, tu libertad, tu tranquilidad, tu paz. Mi padre amasó una gran fortuna y con ella no pudo comprar ninguna de esas cosas”, afirmó. En ese sentido advirtió que ni los niños ni los adultos aprenden a punta de pistola y cuestionó si no es hora de evaluar alternativas de paz y no de guerra frente a las drogas, pues matando a los pacientes no se cura la enfermedad.
Sebastián Marroquín se pronunció porque los gobiernos modifiquen su estrategia armada para combatir al narco al sostener ante los legisladores, en su mayoría panistas, que la democracia tiene una deuda pendiente con la sociedad: firmar la paz con las drogas.
Dijo que su padre era tan admirado en Colombia porque el narcotraficante ocupó vacíos del Estado y ese fue el refugio perfecto para desarrollar su actividad criminal y fue venerado por las clases pobres de Colombia porque el Estado no quiso actual como tal. “Decía que su fortuna era de él, que sus amigos ya eran ricos, y que utilizaba su propio dinero para resolver la construcción de escuelas, universidades. Tenía una idea loca de poner al narcotráfico al servicio de Colombia y decía, le voy a devolver al pueblo la dignidad que el Estado no le quiso dar”, reiteró.
Al comentar la historia del hijo de Pablo Escobar, el senador Roberto Gil dijo que hoy en día a los jóvenes que incursionan en el narcotráfico no tienen ninguna forma de rescatarlos, “porque no hay una plataforma o posibilidad para reprogramar su vida, rehacerse y reconstruirse, pues terminan o muertos a balazos o en las cárceles”.
“Mi padre no es un personaje para ser imitado, nos mostró el camino que no debemos recorrer”, se dice en el libro ‘Pablo Escobar. Mi padre’
A los nueve años, Juan Pablo Escobar Henao recibió de su padre, el narcotraficante más famoso del mundo, su primera clase sobre las drogas. Le contó que las había consumido todas, excepto la heroína, pero lo desalentó a probarlas, igual que a seguir sus pasos. “Mi padre no es un personaje para ser imitado. Nos mostró el camino que no debemos recorrer como sociedad, porque ese es el camino hacia la autodestrucción, a la pérdida de valores y donde la vida deja de tener importancia”, aseguraba el hijo del extinto jefe del cartel de Medellín en entrevista con la AFP para lanzar su libro “Pablo Escobar. Mi padre”, hoy a la venta en todo el mundo.
Con sus casi 40 años, decidió contar la historia del hombre que amasó una gigantesca fortuna con el tráfico de cocaína hacia Estados Unidos en los años 1980 y luego libró una sangrienta guerra con el Estado colombiano para evitar ser extraditado a ese país. “Tuve el extraño privilegio de ser hijo de Pablo Escobar. Para mí fue un gran padre. Tengo miles de cartas que me escribió aconsejándome, (…) alentándome a que me eduque, a que sea una persona de bien, a que me mantenga alejado de las drogas”, dice. “Mi papá se ocupaba hasta de amenazar a sus empleados de muerte si se fumaban un porro de mariguana delante de mí”.
Pero a pesar de todo, Escobar Henao admite que fue un secuestrador, un terrorista y un asesino. “No puedo tapar el sol con las manos”, afirma, con cierto dejo de orgullo por no haberse vuelto “una versión más letal”. “Pude haberme convertido en Pablo Escobar 2, pero me convertí en el arquitecto, en el diseñador, en el conferencista y ahora en el escritor Sebastián Marroquín”, señala, en referencia al nombre que adoptó al exiliarse en Argentina con su madre y su hermana tras la muerte del capo el 2 de diciembre de 1993.
“He tenido miles de opciones de ingresar en negocios ilícitos. Pero siempre le dije que no a esas posibilidades porque yo sí aprendí la lección acerca del narcotráfico, un negocio muy lucrativo y muy bueno, pero que te termina destruyendo”.
Su padre no fue abatido en un tejado de Medellín, sino que se suicidó con un tiro en el oído derecho, “planificó su muerte”
Pablo Escobar, en su época el séptimo hombre más rico del mundo, ha inspirado libros, películas, telenovelas y hasta una serie animada. Pero según su hijo, esta es la primera vez que se cuenta realmente su verdad. Escobar Henao sostiene, por ejemplo, que su padre no fue abatido en un tejado de Medellín, sino que se suicidó con un tiro en el oído derecho. “No tengo dudas” de que planificó su muerte, dice, aunque aclara que lo hace porque tiene evidencias y no con la intención de mostrarlo como “héroe o mártir”.
Además, relata la traición de su tío, Roberto Escobar, informante de la DEA, y de toda su familia paterna, y señala por qué no se prestó a vincular al ex presidente de Perú Alberto Fujimori con su padre a cambio de beneficios para residir en Estados Unidos. “Preferíamos morir con la dignidad intacta que sumarnos a una empresa criminal y de complot contra un gobierno que desconocíamos por completo cualquier tipo de relación que tuviera con mi padre”.
También apunta que nada les queda de la inmensa fortuna que les dejó Escobar al morir, porque sus enemigos, “que habían sido incluso sus amigos en el pasado”, la reclamaron como ‘el botín de guerra’. “Nos tocó despojarnos de todos los bienes y yo agradezco que eso hubiera sucedido”, dice, porque “de a poco volvimos a empezar”.
Magnífico documental
Hace tiempo que Escobar Henao muestra otra cara del daño que hizo su padre. En 2009 pidió perdón a las víctimas de la violencia del narcotráfico en el documental ‘Pecados de mi padre’, donde busca reconciliarse con los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara Bonilla, principales víctimas políticas de las miles que dejó Escobar… Hace un par de años le dediqué una columna EL BESTIARIO…
“Mi padre, Pablo Escobar, líder narcotraficante, mató al tuyo, Rodrigo Lara, ministro de Justicia de Colombia”
El hijo de Pablo Escobar y el del ministro de Justicia colombiano asesinado por el narcotraficante hablan por primera vez de perdón y de amistad. Un encuentro antes del estreno en España y en México de ‘Pecados de mi padre’. Pudimos ver este documental en nuestras casas de Cancún, Playa del Carmen, Isla Mujeres, Tulum, a través de Youtube, merced a Discovery Channel. Sebastián tiene el mismo corte de cara, idéntico pelo rizado que Pablo Escobar. La mirada de los ojos negros, clavada a la del hombre muerto a balazos en el tejado de la casa escondite y al que el pintor colombiano Botero retrató como a uno de los caídos en los fusilamientos de Goya. Cuando camina, lo hace con los hombros caídos, las manos a la espalda, igual que su progenitor. Dicen que también habla como él lo hacía, de forma pausada, lenta. Y ahí acaban las coincidencias con su padre. El hombre joven, de baja estatura y algo pasado de kilos que se toma un café a media mañana en el Círculo de Bellas Artes de Madrid es la viva estampa del narcotraficante colombiano más famoso, el heredero de una leyenda pesada como una losa. El niño al que bautizaron como Juan Pablo y que ahora es Sebastián Marroquín Santos son dos personas en un mismo cuerpo.
Ciudadano argentino y con un pasado lleno de agujeros negros, conoce lo duro que es apellidarse Escobar, vivir con los mismos genes del hombre responsable del asesinato de miles de personas y de atentar contra el corazón del Estado de Colombia. Valiente, Sebastián se ha echado el fardo a la espalda y ha decidido, veinte años después de que su padre fuera abatido a tiros en Medellín, dar la cara y alejar la culpa de su vida. Lo ha hecho a voces, desde el documental “Pecados de mi padre”, dirigido por el argentino Nicolás Entel, un filme que cosecha premio tras premio desde que se estrenó en el Festival de Sundance (Estados Unidos)…
Jorge Lara y Sebastián n están hoy sentados frente a frente, preparados para la charla en este encuentro español. El hijo del que fue ministro de Justicia colombiano en 1982, ejecutado por orden de Escobar en 1984, y el hijo del narcotraficante. Todo un símbolo. Una expiación puesta en marcha al aceptar la oferta de Entel de reflejar el sufrimiento de los hijos de esa Colombia que se desangra a chorros desde hace muchos años.
Sebastián y Jorge comparten edad, nacionalidad y la amargura del exilio de unos hijos malditos de Colombia
La penitencia comenzó con la carta que escribió Sebastián a los hijos de Lara y de Galán -candidato a la presidencia de Colombia y asesinado por sicarios de Escobar en 1989-. “¿Cómo le escribes a una familia a la que mi padre hizo tanto daño? ¿Cómo puedes pedir perdón sin ofender? Soy consciente del daño que mi padre con sus actos le ocasionó al país y a la humanidad…”. Todos se mostraron receptivos y Nicolás Entel preparó los encuentros. “Fueron cuatro años de trabajo”, dice desde Argentina. “Contactar con Sebastián no fue difícil aunque tardé seis meses en convencerlo. Él ya había recibido muchas ofertas y creo que aceptó la mía porque, según él, sintió por primera vez que no se estaba explotando la imagen del padre ni se estaba glamourizando el estilo de vida de los gánsteres”. Cuenta Entel lo duro que fue el encuentro. “Los hijos de Galán, los de Lara y el hijo de Pablo Escobar tuvieron una actitud excepcional. Todo transcurrió delante de las cámaras, no hay un solo segundo que no me hayan dejado filmar”. Nicolás Entel guarda un recuerdo bellísimo de aquella reunión. “En determinado momento, Juan Manuel Galán abrió su billetera y le mostró a Sebastián Marroquín una foto de sus hijos. Ese gesto de humanidad tiene para mí un valor inigualable. Fue muy lindo”.
Jorge Lara y Sebastián Marroquín se conocieron hace meses, en los días previos al estreno de la película en Bogotá, y ahora son amigos. Comparten edad -ambos tenían por entonces 32 años-, nacionalidad y la amargura del exilio. “Siempre acercarse a alguien en estas circunstancias”, dice Sebastián, “es un reto. Nunca sabes si estás diciendo las palabras con el debido respeto. Encontrarnos fue difícil, pero ahora miramos al futuro, no queremos estar en el presente hablando permanentemente del pasado”.
Una marea de sentimientos, de recuerdos, inunda la conversación. “El momento más duro para mí”, continúa Sebastián, “fue encontrarme con Rodrigo Lara -el hermano mayor de Jorge, de 35 años porque fue el primer golpe de acercarse, de no saber cómo iba a suceder”. Ambos han echado capas de cal viva sobre el pasado, y levantarlas ahora les encoge el corazón. “Duele sacarlas, ponerlas encima de la mesa”. Jorge Lara intuía hace tiempo que el encuentro con Sebastián llegaría. “Cuando nos tuvimos que ir de Colombia nos cruzamos en Suiza, casi en Alemania. Alguien siempre decía ‘por ahí anda la familia de Pablo Escobar’ y sabía que algún día nos tropezaríamos”.
“No hay que mirar al pasado ni pensar en quién hay que vengar”, dice el hijo de Escobar. “Hay que invitar a los colombianos a cortar con este ciclo generacional de violencia. La lógica hereditaria colombiana indica que yo debo ser la versión corregida y aumentada de mi padre. Si él dejó odios y enemistades con la familia Lara, yo debo continuar con ellos hasta que no quede nadie en pie. Esa es la espiral de la violencia”.
La muerte de Rodrigo Lara, el 30 de abril de 1984, fue el inicio de una guerra sin cuartel entre el Estado y los narcotraficantes
En su calvario particular, Sebastián ha separado al padre del delincuente. En los recuerdos íntimos lo llama papá; en los hechos criminales, Escobar. Tras su paso al frente, Sebastián ha subido otro escalón, el de aparecer por primera vez en este reportaje con el hijo de Lara. “Para mí, el documental no concluye con los títulos de crédito, sino que es ahí donde comienza. La película son un montón de hechos que para mí tienen una carga histórica que es importante para Colombia. Y ahora tenemos el compromiso de seguir adelante porque yo no quiero eso de que se reconciliaron en el documental, para la foto. Mi país es lo que más quiero, y uno de los motivos por los que me animé a hacer este proyecto es para que no se borre de la memoria de la sociedad lo que ocurrió, para que no vuelva esa violencia que patrocinó el narcotráfico y para evitar que muchos jóvenes ingresen en esas bandas criminales y para que no se dejen seducir por falsas promesas. Es difícil salir adelante por la vía del narcotráfico”.
Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia en el Gobierno de Belisario Betancur, en 1982, fue el primero en señalar a Pablo Escobar. Lo acusó en el Congreso de ser narcotraficante, denunció la existencia del “dinero caliente” dentro de la política. En marzo de 1984, Lara Bonilla fue más allá y ordenó el registro de Tranquilandia, el mayor laboratorio de cocaína del mundo. Acosado, Escobar hubo de renunciar a su escaño por el partido Nuevo Liberalismo, fundado por Luis Carlos Galán, otra de sus víctimas. Escobar juró vengarse de Rodrigo Lara Bonilla e inició una campaña de desprestigio del ministro que se convirtió en una pelea personal. “Eso fue lo que encaminó a mi padre a tomar la decisión de quitarle la vida”, dice Sebastián. Aquella muerte fue el inicio de una guerra sin cuartel entre el Estado y los narcotraficantes.
El 30 de abril de 1984, los sicarios de Escobar mataron a Rodrigo Lara. Jorge tenía entonces seis años y medio y aún recuerda aquel día con absoluta nitidez: “Todavía veo la escena, mi hermano Pablo, de tres años, en brazos de la señora Oliva, y Rodrigo y yo mirando por la ventana. Escuchamos ruido, salimos a la puerta y vimos el auto de mi padre entrando al garaje con los cristales rotos. No lo comprendí del todo hasta el funeral en la catedral de Bogotá. Mi madre, Nancy, tenía entonces 27 años. Se quedó viuda y con tres hijos. Nos vinimos a Madrid con Oliva, una indiecita fea como un demonio a la que mi padre siempre tomaba el pelo: ‘Oliva, el día en que me envíen como embajador a Europa, me la llevo y la caso con un príncipe’. En Suiza, la profecía de mi padre se cumplió. Se casó con un suizo que tiene un montón de casas, un Rolls-Royce… un príncipe”.
Los Lara vivieron a salto de mata entre España, Suiza, Inglaterra, Francia. Exiliados del narcotráfico. “Tuvimos que salir del país porque Belisario Betancur, entonces presidente de Colombia, nos dijo que no podía garantizar nuestra seguridad. Nos tocó huir”. Casualidades de la vida, Sebastián habla en este encuentro madrileño de una historia similar con su “nana” Olga. “Prácticamente idéntica. Olga ha encontrado también su príncipe azul en Argentina”.
“Mi padre, Pablo Escobar, el mejor en hacer trampas, las hacía hasta jugando al Monooly”
Cuando Pablo Escobar murió, en diciembre de 1993, Sebastián tenía 16 años. Aquel día perdió no sólo a su padre, también la libertad. Ser hijo de Pablo Escobar es un peligro. Hay que olvidarse del padre, negarle todas las veces, no contar a nadie quién era aquel hombre, “el mejor en hacer trampas; las hacía hasta jugando al Monopoly”. El adolescente mimado y rico aprendió a la fuerza que debía hacer lo contrario que su padre para poder vivir con la cabeza alta. El principito que en la Hacienda Nápoles, la lujosa mansión de Escobar, montaba en elefante, acariciaba cebras, miraba a los hipopótamos, escuchaba el cuento de los tres cerditos y el lobo de boca de su amoroso padre. Aquella fue su vida. Esos, sus juguetes. “Me quedan recuerdos de todo. También de la violencia”. Tardó en comprender a qué se dedicaba su padre. “Cuando era niño, yo le acompañaba en sus campañas de reforestación, plantó 100.000 árboles en Medellín”. Admiraba a su padre, se sentía fuertemente unido a él. “Entre nosotros había una relación como de mayores. Siempre me decía: ‘si quieres ser peluquero, te regalaré el mejor salón de la ciudad; si médico, la mejor clínica, puedes ser lo que quieras”.
Recuerda Sebastián cómo su papá mandó levantar 5.000 viviendas para familias que vivían en el basurero municipal de Medellín. “Alcanzó a construir 1.000 y a entregarlas equipadas. En los barrios populares hizo canchas y las iluminaba para que la gente que trabajaba pudiera jugar de noche. Una gran contradicción: por un lado fomentaba el deporte para alejarte de la violencia y de las drogas, y por otro estabas metido en ella. La gente le tenía mucho cariño. Cuando llegaba la Navidad, compraba camiones de juguetes y yo le ayudaba a repartirlos. En 1984, cuando asesinaron al padre de Jorge, las cosas cambiaron. Cuando tú tienes siete años y ocurre un magnicidio en tu país, casi no te das cuenta de lo que está ocurriendo. Yo veía que mi mamá lloraba, que mi abuela lloraba, que estaban todos muy preocupados. Aquella noche no dormimos en mi casa y al día siguiente estábamos en Panamá. Viajamos en helicóptero, en vuelo rasante para evitar los radares. Con un médico a bordo porque mi madre estaba embarazada de ocho meses de mi hermana. Fue un cambio radical”.
De Panamá, la familia Escobar se mudó a Nicaragua, “mi padre desconfiaba de Noriega”. La amenaza de la extradición a Estados Unidos planeaba sobre su cabeza y los sandinistas acudieron en su ayuda. “No aguantamos allí mucho tiempo porque la nuestra ya era una vida de delincuentes, literalmente. Vivíamos encerrados, yo no podía ir al colegio, no tenía ni un juguete, siempre rodeado de hombres armados… La depresión en que entré era inaguantable. Me hacía preguntas. Por qué papá no está en la casa, por qué no duerme con la familia. Empecé a indagar. No con mucha conciencia todavía, pero mi padre ya no era el Pablo Escobar que donó las 50 canchas o las 1.000 casas, era Pablo Escobar el que había asesinado, el del cartel de Medellín”.
Medellín, la segunda ciudad de Colombia, se ganó su mala fama gracias a las fechorías de delincuentes, paramilitares y narcotraficantes. Las balaceras dejaban muertos a mansalva. Reinaba el miedo y el terror. “Cuando mataron a mi padre, yo estaba en Bogotá y acababa de hablar por teléfono con él. Al poco me llamó una periodista y me dio la noticia: ‘Juan Pablo, acaba de morir su papá’. No me avisó de que me estaba grabando. Me llené de rabia y solté: ‘Los voy a matar a todos’. Reaccioné con violencia, pero me di cuenta de que ese camino me iba a llevar al mismo fin que mi padre. Estaba entre la espada y la pared. Por un lado, el único refugio seguro es tu padre, y por otro, los que te deberían proteger no lo hacen, tiran a matar. Estaba en una línea donde no sabes bien cómo ubicarte. Tenía 16 años y me había criado en un mundo donde la manera en que yo veía que se resolvían las cosas era con violencia”.
“La guerra en Colombia ocurre entre hombres, la mujer no opina, se ocupa de la cocina, la ropa y los niños”
El odio le duró pocos minutos. Sebastián llamó a otro periodista y, aún con la rabia dentro, se retractó de su exabrupto: “Renuncio a la venganza por la muerte de mi padre”, dijo. Afirmó que lo único que le preocupaba era su familia y su educación, y que deseaba la paz en Colombia. “Me impactó mucho ver en el documental estas grabaciones que estaban perdidas. Recuperarlas fue casi un milagro”. Cuenta Sebastián que en ese paralelismo entre los sentimientos de los hijos sin padre le sorprendió ver que Jorge experimentó lo mismo que él. “Me dieron ganas de empuñar un arma, de crecer, de hacerme fuerte y salir a matar a quienes habían asesinado a mi padre”, recuerda Jorge Lara.
Sebastián es arquitecto, tiene un estudio en Buenos Aires con unos socios alemanes y proyecta viviendas unifamiliares. Gracias a lo que llama la docuterapia ha descubierto cosas tapadas por el olvido. “Es una herramienta de reflexión que te invita a rescatar las mejores experiencias y compartirlas, pero con mucho dolor. Es como abrir el baúl donde estaban guardadas con siete llaves”.
Jorge vive entre París y Bogotá y planea afincarse definitivamente en Colombia. El hijo de Escobar ha regresado alguna que otra vez al país donde nació. Lo ha hecho con sigilo, enmascarado con su nombre actual porque “cuando en Colombia te quieren matar, generalmente lo logran”. Su madre y su hermana también han regresado alguna que otra vez amparadas por el anonimato. Dice que para ellas es más fácil por el factor machista. “La guerra en Colombia ocurre, salvo muy escasos y crueles casos, entre hombres. La mujer no opina, se ocupa de la cocina, la ropa y los niños. Se ha visto sometida a esa violencia y a la del narcotráfico. Por eso mi madre y mi hermana corren menos riesgo que yo. Es una cuestión de género”.
En Buenos Aires, los Escobar se han sentido a veces perseguidos. “Un estafador nos quiso sacar dinero. Fuimos a denunciarlo con nuestra identidad nueva, pero aclarándoles quiénes éramos antes, y acabamos presos. Mi mamá lo estuvo durante un año y ocho meses. La investigaron durante 13 años. Yo también estuve detenido cuarenta y tantos días; cuando me soltaron dijeron: ‘ah, disculpe, fue un error’. Buscaban protagonismo. A cualquier funcionario judicial le da que puede ser una estrella si detiene a la familia de Escobar”.
Ángela, la mujer de Sebastián, asiste a la conversación. Es una pieza clave en su vida. Llevan 19 años juntos. Ángela huyó con los Escobar de Medellín. “Ella también se cambió de identidad por seguirme. Si yo hubiera estado en sus zapatos, no sé si habría hecho lo mismo”, dice el que fuera Juan Pablo y ahora es Sebastián mientras acaricia tiernamente la mano de la joven morena. En su nuevo proyecto de vida se plantean un futuro con hijos, algo impensable hasta hace poco: “Yo no quería que mi hijo viniera al mundo a pagar los pecados de su abuelo. Ya me parecía suficiente el que me tocara pagarlos a mí. Sentía que si teníamos un hijo, seguro que salía de la cuna para la cárcel sólo por un delito de parentesco”.
“No estoy dispuesto a seguir aceptando pagar las culpas de mi papá, mis deudas terrenales ya están saldadas”
Sebastián asegura estar, por fin, en paz con sus recuerdos. “No estoy dispuesto a seguir aceptando pagar por las culpas de mi papá. Ojalá que mis deudas terrenales ya estén saldadas”. Jorge tercia: “Este hombre no puede ser malo saliendo así a la luz, poniendo la cara”. Sebastián afirma que la suya es una elección y una promesa que se hizo a sí mismo hace 16 años. “Yo estuve con mi padre y sé cómo empieza y termina la historia, y sería poco inteligente por mi parte hacer lo mismo”.
Vivir la vida como Escobar no es fácil. Sebastián lo resume en una frase: “Hay muchos prejuicios todavía”. Tantos como para que le nieguen un visado para entrar en Estados Unidos: “Fui allí muchas veces hasta la muerte de mi padre. Cuando pedí la visa para ir al Festival de Cine de Sundance (para asistir a la proyección del documental de Nicolás Entel), me la dieron por cinco años y me duró tres días. Me la retiraron sin haberme sacado ni el billete”.
El documental “Pecados de mi padre” se estrenó en varios canales de televisión y puede verse en Youtube, en el link https://www.youtube.com/watch?v=jsIgVAajejw Discovery Channel ofrece este documental de casi hora y media de duración, dirigido por el argentino Nicolás Entel, con música de Manu Chao y producida por el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina y el Ministerio de Cultura de Colombia.
El hijo de Pablo Escobar visita el Senado de México, “están a tiempo de evitar otra Colombia, la democracia tiene una deuda pendiente con la sociedad: firmar la paz con las drogas”.
@SantiGurtubay
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