Café Negro
Cuando trascendió que el presidente de México de 2000 a 2006, Vicente Fox Quesada, recibía tratamiento con Prozac, medicina que la mayoría de la gente asociaba con enfermedad mental –o locura– sin saber específicamente en qué casos se prescribe, más de una vez escribí satíricamente, bromeando con la característica locuacidad verbal del mandatario, el control que sobre él ejerce su esposa Marta Sahagún y su errática conducción del país. Ahora, que soy enfermo de depresión en tratamiento, me doy cuenta de que fue por lo menos una cierta falta de responsabilidad; o sensibilidad. Sin que fuera mi intención, contribuía a mitificar y estigmatizar un padecimiento médico que muchas más personas de las que suele suponerse padecemos. La intención era bromear –como suele hacerse en los escritos de corte irónico-político– para comunicar una crítica: algo parecido a lo que hacen los caricaturistas. Fue un despropósito, en fin.
Aunque periodística y éticamente hacerlo es válido, en este caso en particular el escrito fue muy estúpido, sobre todo porque desde hace muchos años tengo conocimiento claro, si bien lego, de lo que realmente es la enfermedad de la depresión. Me explico, no sin antes disculparme por redactar esto en primera persona del singular, lo que hago sólo cuando se trata de un tema personal que decido hacer público, como es el caso.
No sólo en tratándose de un presidente de la república, sino en cualquier caso, era encomiable que Vicente Fox reconociera que padecía una enfermedad como cualquier otra, en este caso una mental, que afectaba su estado de ánimo, y que se tratara en consecuencia con un especialista: un psiquiatra. Presumiblemente el presidente padecía de un desequilibrio químico en su cerebro, que afectaba sobre todo la adecuada cantidad de serotonina, que es el neurotransmisor que, para decirlo en palabras muy simples, permite experimentar estados de bienestar.
Si no contamos con la “dosis” adecuada de serotonina y otros químicos neurotransmisores naturales que produce nuestro organismo en condiciones normales, experimentamos tristeza, irritabilidad, desórdenes del sueño y propensión a las adicciones, entre muchos otros síntomas. Las consecuencias pueden ir desde la disfuncionalidad al socializar hasta, en los peores casos, el suicidio pero, sin variar, mucho sufrimiento.
Para un enfermo de depresión severa –así se llama clínicamente, cuando el mal es crónico, aunque paradójicamente resulta más tratable y con mejores resultados que el episódico– los problemas cotidianos y con más razón los golpes de la vida, por leves que sean, parecen enormes e insuperables, y es muy difícil, casi imposible percibir y disfrutar las cosas positivas que le suceden a uno. No basta con echarle ganas y poner mucha voluntad para salir adelante: todo parece cuesta arriba. Nada puede cambiar en verdad hasta que –como Fox o Martita, su esposa– reconocemos que estamos enfermos.
Tras el tamiz de la ignorancia y el velo de los prejuicios –y ahora veo claramente que al bromear sobre el uso del Prozac por parte de Fox seguro parecí ignorante y prejuicioso, cuando sólo se trataba de caricaturizar a un personaje público disparatado y dicharachero– la enfermedad mental suele asimilarse sin más a la locura y la demencia, lo cual está muy lejos de la realidad.
La fluoxetina, que los laboratorios Eli Lilly patentaron con el nombre comercial de Prozac, fue lanzada al mercado desde 1974. Sin entrar en detalles técnicos, se trata de una substancia que inhibe la eliminación de la endorfina, que el organismo produce ante diversos estímulos, como pueden ser el ejercicio físico, una comida placentera o el acto sexual, entre muchos otros, de los que no habría que descartar las más sublimes experiencias espirituales como el conocimiento, el arte o la religión, hasta las más pedestres y sencillas, como cuando un hijo dice por primera vez papá o cuando vamos al baño y evacuamos con éxito, y salimos con ganas de gritarle al mundo ¡sí se pudo!, ¡todo salió bien!
De manera muy similar al diabético que necesita administrarse la insulina que no produce su páncreas para que su sangre traslade el azúcar a sus músculos, tejidos grasos e hígado para que luego se convierta en energía, el enfermo de depresión requiere de antidepresivos para que la química de su cerebro compense la falta del neurotransmisor llamado endorfina, que en conjunto con otros produce bienestar. Eso es todo.
Yo tengo poco más de 50 años y medio. A pesar de que en general gozo de buena salud, ya no me sorprende uno que otro achaque. Hace unos tres años sufrí tres de crisis de hipertensión bastante serios, a punto del infarto cerebral, que los doctores atribuyeron al estrés y a un alto conteo de triglicéridos. Tomo medicamentos contra esos desequilibrios, sigo más o menos una dieta pertinente –más menos que más– y me siento tan fresco como una lechuga. ¿Por qué habría de ser diferente luego de que fui diagnosticado con depresión severa? Desde hace 10 meses estoy en tratamiento médico y eso me ha cambiado la vida, para bien, ¡mucho bien!
De manera gradual se han espaciado mis consultas con el psiquiatra. La medicina contra el estrés y la ansiedad –un ansiolítico–, tras muy buenos resultados, fue disminuyendo en dosis y frecuencia hasta quedar suspendida del todo. Los antidepresivos que tomo –tipo Prozac, aunque mejorados: la ciencia médica, todos lo sabemos, es vertiginosa– ni siquiera requieren receta médica para su venta. La diferencia es como entre el día y la noche, o más bien la noche de la infelicidad al día de las perspectivas de un grato futuro: dije adiós a la tristeza, la incapacidad de encontrar placer en mi vida cotidiana, mi trabajo y las relaciones con mis seres queridos. Me siento más optimista y productivo que nunca. Y eso que los problemas concretos, contantes y sonantes, en este México de mis amores van de mal en peor!
No lo digo yo: lo viven mis tres hijos, mi familia, mi novia, las personas que amo y quiero, las que me rodean y hasta la señorita del Oxxo, que ya no recibe gritos por no saber hacer las cuentas en nueve segundos y tres centésimas.
Tal vez Arthur Schopenhauer haya sido un genio atormentado por deficiencias en su química cerebral, o quizá no. La clínica psiquiátrica en sus tiempos ni existía. No estaba loco ni demente. Su obra capital, El mundo como voluntad y representación, de profundo pesimismo, al mismo tiempo es de una lucidez estremecedora. Depresivo o no, era un gran pensador. Sabemos con certeza que Vicente Fox padece o ha padecido depresión, y también que no es ninguna lumbrera, por no decir, amablemente, que es medio limitadito; hasta de imbécil se le pude tachar, si se quiere, pero eso no tiene nada que ver con su padecimiento mental ni con la medicina que toma y, seguramente, le ayuda mucho.
Así como el brillante Aldous Huxley, en Las puertas de la percepción, deja claro que los grandes artistas que utilizaron psicotrópicos para producir sus obras eran grandes genios drogados, muy distintos a idiotas drogados, entre una persona inteligente y culta deprimida y un estúpido ignorante deprimido la diferencia es obvia, pero nada tiene que ver con su padecimiento o su medicación.
La distinción, en términos extremos, estriba entre la felicidad y el suicidio.
HOMÚNCULOS
Mea culpa: me equivoqué con don Fox y el Prozac. No está demente. Es más: hasta dice doña Martita que salió bueno pa’ los mandados.
(¡Heyeyeyeyey!: Denme chance: una broma no se lee puede negar a los amables lectores de Café Negro).
GRILLOGRAMA
No es loco, sólo pen…
Okey, admito mi error
Mas hay que decir la neta:
Porque Fox nació maceta
No pasa del corredor