EL BESTIARIO
SANTIAGO J. SANTAMARÍA
Apenas 40 horas de silencio, eso fue lo que duró la disciplina de Donald Trump, tras un sorprendente mutismo en Twitter, volvió a la carga; su objetivo: el exdirector del FBI, James Comey, ante el Comité de Inteligencia del Senado le acusó de presionar en la investigación de la trama rusa; “Pese a tantas falsas declaraciones y mentiras, wow, Comey es un filtrador”, dice el tuit escrito desde el Despacho Oval; el exjefe de los espías estadounidenses había reconocido que tras verse atacado por la Casa Blanca y buscando el nombramiento de un fiscal especial decidió hacer público parte del contenido de las notas que guardaba de sus conversaciones con el magnate de Manhattan; con este fin se dirigió a un amigo, el profesor de leyes de la Universidad de Columbia Daniel Richman, y le pidió que se pusiera en contacto con un periódico, The New York Times, para que publicara su versión de lo ocurrido; superada la teoría del presidente loco que vulnera la seguridad del espionaje e interfiere en la acción de la justicia; en el Kremlin, muy cerca de la momia de Lenin, se ríen a mandíbula batiente
El testimonio del exdirector del FBI, el más grave en décadas de un alto funcionario contra un presidente, es el principal elemento con el que cuentan los demócratas para formular una acusación de obstrucción a la justicia, el paso previo al impeachment. En contra de su costumbre, Trump guardó silencio durante la comparecencia y dejó que la respuesta corriese a cargo de su abogado privado, Mark Kasowitz. En una declaración pública, el letrado no sólo negó las acusaciones de Comey sino que le acusó de haber roto el secreto de las comunicaciones, el privilegio presidencial que impide a sus colaboradores hacer públicas las conversaciones en la Casa Blanca. Esta mañana del viernes 9 de junio, Trump ha dado un paso más.
Fue la hora de la verdad. El exdirector del FBI James Comey se enfrentó este jueves a sus propios actos. Ante el Comité de Inteligencia del Senado, en una sesión que sacudió a EE UU, el hombre del que dependió la investigación de la trama rusa sacó a la luz las entrañas del poder y mostró la peor cara de Donald Trump. Le acusó de mentir y difamar, de intentar “darle directrices” para desviar la investigación sobre el teniente general Michael Flynn e incluso de despedirle por el caso ruso. Toda una carga de profundidad que insufla nueva vida a una posible acusación de obstrucción.
Comey se dirigió al Senado bajo la mirada de un país entero. La víspera había hecho público el testimonio que iba a servir de base a su comparecencia. Siete páginas en las que detallaba sus tres encuentros y seis conversaciones con Donald Trump. La primera, el 6 de enero en la Trump Tower; la última, una llamada telefónica el 11 de abril. El presidente Donald Trump se contuvo. No tuiteó ni habló. Fue su abogado privado, Mark Kasowitz, el encargado de responder al exdirector del FBI James Comey. La contestación fue dura y presagia la estrategia de la Casa Blanca.
Primero acusó a Comey de haber roto el secreto de las comunicaciones, el privilegio presidencial que impide a sus colaborares hacer públicas las conversaciones en la Casa Blanca. Luego, el letrado ahondó el cerco defensivo negando que Trump hubiese pedido lealtad a Comey, que le hubiese presionado en ningún momento o que le hubiese pedido dejar fuera de las pesquisas al destituido consejero Nacional de Seguridad, Michael Flynn. “Nunca, nunca en forma o sustancia trató de bloquear las investigaciones”, remachó Kasowitz.
El relato ofrece una mirada única al interior de la Casa Blanca, pero sobre todo revela el choque entre el perturbador y excesivo multimillonario de Nueva York y un funcionario de larga carrera conocido por su integridad y sus valores religiosos. Con evidente escándalo, Comey, de 56 años, describe en su texto los deseos del presidente, expresados en la intimidad del Salón Verde o el Despacho Oval, de atraerle a su causa, de que dejase de lado la investigación sobre el dimitido teniente general Michael Flynn o de que a él mismo le exonerase públicamente. Conversaciones privadas, directas e incluso brutales, en las que Trump igual negaba haberse acostado con prostitutas en Moscú, que le pedía lealtad o que le “despejase la nube” de la trama rusa.
“Siempre he pensado que el director del FBI puede ser despedido por cualquier razón o sin ella”
Ese escrito, listo para construir un caso de obstrucción, la piedra angular de un posible impeachment, fue la pista de salida de Comey. Traje oscuro, camisa blanca, corbata roja, el exdirector del FBI lo dio por conocido en su comparecencia y se lanzó directamente a la médula del conflicto: su despido el pasado 9 de mayo, seis años antes del plazo legal. Una destitución que en principio Comey se tomó con naturalidad -“siempre he pensado que el director del FBI puede ser despedido por cualquier razón o sin ella”- pero que devino en preocupación, cuando el presidente empezó a denostarle públicamente. Primero señalando que le había fulminado por “esa cosa de Rusia” y luego acusándole de ser una “cabeza hueca” y un “fanfarrón”.
“La Administración de Trump decidió difamarme a mí y al FBI diciendo que en la organización reinaba el desorden, que estaba mal dirigida y que no había confianza en su líder. Eso era mentira, pura y simplemente”, afirmó Comey con evidente dolor. Su reacción, propia de alguien que conoce bien el tablero de Washington, fue hacer público parte del contenido de sus notas. Se dirigió a un amigo, el profesor de leyes de la Universidad de Columbia Daniel Richman, y le pidió que se pusiera en contacto con un periódico (The New York Times) para que publicara su versión de lo ocurrido. Una bomba cuya onda expansiva no ha dejado de sentirse aún y cuyo objetivo era proteger la investigación forzando el nombramiento de un fiscal especial para el caso ruso.
Fue un momento de sorpresa. Y de sinceridad. Nadie esperaba que el exdirector del FBI se confesara autor de las filtraciones. Pero detrás de este arranque palpitaba la profunda desconfianza de Comey hacia Trump. Su propia práctica de redactar notas de sus encuentros fue reflejo de ello. En su primera reunión con el presidente, en la Trump Tower el 6 de enero, cuando aún no había sido investido, Comey le dio detalle de las investigaciones que se estaban llevando a cabo sobre la trama rusa, el expediente del FBI que intenta determinar si el equipo electoral del republicano se coordinó con el Kremlin en la campaña de desprestigio que sufrió Hillary Clinton.
“Mi sentido común me hizo pensar que quería obtener algo a cambio de la garantía de mantenerme en el puesto”
Ante la reacción desairada de Trump, que se sintió objeto de las pesquisas, Comey le aseguró que no estaba siendo investigado, pero al mismo tiempo tomó nota del personaje y redactó su primer memorándum. “La investigación podía tocar al presidente y no sabía si mentiría sobre la naturaleza de la reunión y si algún día tendría que defenderme”, afirmó. Desde entonces, el director del FBI vivió presionado. En la cena que tuvo el 27 de enero en la Casa Blanca advirtió cómo el presidente, con sus constantes recordatorios a que su puesto era deseado por otros, “trataba de establecer una relación”. “Mi sentido común me hizo pensar que quería obtener algo a cambio de la garantía de mantenerme en el puesto”. Y lo mismo ocurrió en el siguiente encuentro a solas, cuando Trump le preguntó por el teniente general Michael Flynn, el personaje central de la trama rusa, y le expresó su deseo de que lo dejase fuera de la investigación.
Todo ello superó a Comey. No sólo colisionó con su “sentido de la independencia del FBI” sino que percibió que Trump, con sus peticiones le estaba dando “directrices”. Finalmente, ya despedido, entendió que la causa era la trama rusa. “Algo en la forma en que conducía la investigación, hizo sentir al presidente una presión de la que quería despojarse”, dijo. Hasta ahí llegó el director del FBI. Pero no dio el siguiente paso. Evitó cualquier interpretación. Y cuando los senadores republicanos le preguntaron si consideraba que el presidente había incurrido en obstrucción, señaló que eso le correspondía responder al fiscal especial del caso, Robert Mueller. “Para mí todo fue muy turbador” se limitó a indicar. El golpe, por su parte, ya había sido dado. Ahora el turno es de otros.
Desde tempranas horas de la mañana, decenas de personas permanecieron en fila para poder entrar a la sala del comité de Inteligencia del Senado, en que habló James Comey. “Hoy puede ser un día histórico, quería estar aquí”, afirmó Louis, un joven que trabaja en el Capitolio pero este jueves pidió permiso para asistir a la audiencia. Llegó a las cinco de la mañana. Por los pasillos del Senado, los legisladores trataban de escapar las cámaras y algunos incluso alteraron su ruta habitual de entrada a la sala. El exdirector del FBI apuró hasta el final y entró en la sala menos de dos minutos antes de que comenzara la esperada sesión. Tras casi tres horas de preguntas y respuestas -y más detalles sobre las presiones que hizo el republicano a Comey-, el exdirector salió de la sala del Senado con paso firme, en silencio y con la mirada al vacío.
EE UU reevalúa la convulsa figura de Nixon, cuarenta años después, único presidente estadounidense que renunció al cargo
La noche del 8 de agosto de 1974 Richard Nixon anunció en un tenso y desafiante discurso televisivo que al día siguiente dimitiría como presidente de Estados Unidos. La mañana del día 9, tras una emocionada alocución de despedida a los trabajadores de la Casa Blanca, se subió, con posado sonriente y victorioso, por última vez al helicóptero oficial. A partir de ese instante su convulsa presidencia empezó a examinarse en retrospectiva. Más de cuarenta años después, la única dimisión de un mandatario estadounidense propicia la reevaluación de uno de los periodos más oscuros de la historia de este país.
Tras cuatro décadas, el término Watergate sigue integrando el imaginario colectivo de EE UU. Y eso, pese a que más de la mitad de la población actual no había nacido en junio de 1972 cuando cinco personas, contratadas por el comité de reelección del republicano Nixon, fueron descubiertas colocando micrófonos en la oficina del Partido Demócrata en el complejo de edificios Watergate en Washington. Era el inicio del escándalo que finiquitaría su presidencia y mancharía para siempre su figura. Más tarde se sabría que en mayo ya habían instalado micrófonos y robado documentos.
Los entresijos de la saga Watergate, destapados por el diario The Washington Post, aún atraen a incontables nostálgicos. Desde entonces cualquier gran revelación periodística es bautizada con el sufijo gate. E incluso ahora se vuelve hablar de impeachment, el juicio político al que puede someter el Congreso a un presidente. Consciente de que carecía del apoyo para superarlo tras destaparse que bloqueó la investigación del asalto al edificio, Nixon optó por la dimisión cuando apenas llevaba un año y medio en su segundo mandato. El escándalo derivó en reformas que limitaron el poder de sus sucesores. Los republicanos especularon con un impeachment por un supuesto abuso de autoridad del presidente, Barack Obama. Me imagino que los demócratas estarán pensado otro tanto con Donald Trump.
“Lo que hizo Nixon sigue entre nosotros para bien o para mal”, afirma en una entrevista telefónica el veterano historiador Stanley Kutler. Por ello, lo considera la figura política “más influyente” en EE UU en las últimas seis décadas. Su popularidad, sin embargo, sigue hundida. Al dejar la presidencia, Nixon recibía una aprobación del 24%, según Gallup. En 2010, el último año con encuesta, era del 29%, la más baja con diferencia de todos los exmandatarios.
El término Watergate sigue integrando el imaginario colectivo, más de la mitad de la población actual no había nacido en 1972
El nuevo aniversario de la dimisión de Nixon, este próximo mes de agosto, con las turbulencia sdel ‘Rusiagate’, volverá a generar una catarata de publicaciones y reediciones de libros y documentales. Los hay que analizarán desde sus últimos días en el Despacho Oval hasta el impacto de su debacle en el Partido Republicano, pasando por asuntos relevantes de sus cinco años y medio en la Casa Blanca que quedaron eclipsados por la larga sombra del escándalo. La Fundación Nixon ha difundido extractos inéditos de una serie de entrevistas que el 37 presidente de EE UU mantuvo con un exasesor suyo casi una década después de su renuncia. Uno de los nuevos libros es el voluminoso ‘The Nixon Tapes’ (Las Cintas de Nixon) en el que dos historiadores se han sumergido en las 3.000 horas de conversaciones desclasificadas -quedan 700 aún por difundir- entre Nixon y su equipo que él mismo ordenó grabar entre 1971 -cuando llevaba dos años como presidente- y 1973, pero que se le acabaron girando en su contra.
La existencia del sistema de grabación no se conoció hasta julio de 1973 cuando un asesor de Nixon lo desveló. El efecto nocivo fue inmediato e incontrolable: la tensión política se disparó y el Tribunal Supremo forzó al presidente a difundir algunas conversaciones. En la cinta clave, bautizada smoking gun (pistola humeante) y grabada a los pocos días del segundo asalto al Watergate, Nixon ordenaba frenar la investigación de los hechos. La cinta se difundió el 5 de agosto de 1974. El 8 el presidente anunciaba su dimisión. Al mes su sucesor, su exvicepresidente Gerarld Ford, le indultaba de cualquier delito. Otras 25 personas no corrieron la misma suerte y fueron encarceladas.
“Cuando piensas en Nixon lo haces en el Watergate, pero cuando analizas las cintas te das cuenta de que el Watergate solo supone un 5% de ellas”, subraya Luke Nichter, uno de los autores y profesor de historia en la Universidad de Texas. El libro se centra en ese 95% restante que saca a traslucir los “mejores y peores atributos” de Nixon, y muestra un presidente “muy habilidoso” en analizar política internacional pero apenas interesado en la doméstica.
En sus cinco años y medio en la Casa Blanca, Nixon logró relevantes hitos internacionales y nacionales
En la Casa Blanca Nixon logró varios hitos de calado que podrían haber encumbrado su legado y que fueron determinantes en el futuro, pero que quedaron deslucidos por la perversidad y la bajeza detrás del espionaje político. Junto a Henry Kissinger, su asesor de seguridad nacional y luego secretario de Estado, impulsó el fin de la Guerra de Vietnam, la apertura de las relaciones con China y el histórico acuerdo con Rusia de reducción de las armas nucleares. En el terreno interno, creó la agencia de protección medioambiental, avanzó en el fin de la segregación racial, promovió una mayor presencia de mujeres en la Administración y gestionó la primera llegada del hombre a la luna. Consiguió, además, movilizar una amplia coalición conservadora en el sur y el oeste de EE UU, y abrazó una moderación de la que se alejarían más adelante el presidente Ronald Reagan y el Partido Republicano.
Nixon, sostiene Nichter, tenía sueños de grandeza, de ser un estadista internacional que, como el británico Winston Churchill, escribiría unas memorias sobre sus hazañas diplomáticas. Y por eso se grababa. Ya lo habían hecho algunos de sus predecesores, pero a una escala muy inferior. “Se grababa por la historia, creía que en 20, 50 o 100 años las cintas demostrarían el gran presidente que fue”, apunta. Consideraba las cintas su propiedad privada y “nunca pensó” que la gran mayoría de ellas se difundirían, como sucedió en 1996, dos años después de su muerte.
“Los últimos 20 años de su vida fueron su campaña por la historia, pero las cintas solo hicieron que empeorar su reputación”, destaca Kutler, que luchó en los tribunales por la desclasificación de las grabaciones. Una tesis que comparte John Dean, que fue el primer colaborador de Nixon en acusarle de encubrir el Watergate. En un nuevo libro que revisa las cintas más polémicas, asegura que Nixon fue el “catalizador, cuando no el instigador” del espionaje político, algo que el presidente nunca admitió. Si ordenó los asaltos al Watergate sigue siendo un misterio por resolver.
En su discurso de dimisión, Nixon dijo desear que su salida condujera al proceso de “curación que tan desesperadamente” necesitaba EE UU y que su mayor legado fuera que los “niños tienen más posibilidades de vivir en paz”. En las nuevas entrevistas que ha difundido su fundación, el expresidente recuerda sus últimas horas en la Casa Blanca. Tras una conmocionada noche, se levantó a las 4 de la mañana y fue a la cocina. Allí, por sorpresa suya, se encontró a un empleado, que le dijo que eran las 6 de la mañana. “La batería [de mi reloj] se agotó a las 4 en punto”, rememora. “Ese día yo también estaba ya agotado”.
Trump si realmente intentó obstruir el avance de las pesquisas del FBI pudiera enfrentar el proceso de destitución o impeachment
Estados Unidos se pregunta si la última revelación en el escándalo de la trama rusa puede derribar al presidente Donald Trump. El diario The New York Times desveló que el mandatario pidió al entonces director del FBI, en una reunión privada en la Casa Blanca, que cerrase la investigación sobre su posible cooperación con operativos rusos durante las elecciones. Estas son las claves para entender el proceso al que puede enfrentarse Trump si realmente intentó obstruir el avance de las pesquisas del FBI, desde las primeras sospechas hasta el proceso de destitución o impeachmentSe trata de un delito contemplado por las leyes federales de EE UU para cualquier persona que “intente influir, obstruir o impedir de manera corrupta, la correcta aplicación de las leyes”. Uno de esos casos sería, por ejemplo, sobornar a un testigo o destruir pruebas de un delito. Pero la ley también contempla las acciones de “cualquiera que de manera corrupta, bajo amenazas, uso de la fuerza por una carta o comunicación intente influir, obstruir o impedir la aplicación de la ley”.
Solo dos presidentes de EE UU se han enfrentado antes a un proceso de destitución en la historia reciente, Richard Nixon en 1974 -dimitió antes de que se iniciara-, y Bill Clinton en 1998. Ambos estuvieron basados, entre otras acusaciones, en cargos por obstrucción a la justicia con muchos paralelismos con Trump. Ahora, 33 legisladores demócratas pidieron que se abra una investigación para determinar si el equipo del republicano “participó en una conspiración para obstruir” las pesquisas y aseguran que la información del Times “hace cuestionarse si el presidente intentó influir o impedir los avances del FBI”.
Según el informe redactado por el exdirector del FBI James Comey, tras su reunión con Trump y revelado por el Times, el presidente le dijo: “Espero que puedas ver la forma de dejar esto pasar, de dejar pasar lo de Flynn. Es buen tipo. Espero que le puedas dejar ir”. El presidente se refería al general Michael Flynn, uno de los ejes de la trama rusa, despedido tras conocerse que había mentido sobre sus reuniones con el embajador ruso en Washington. La revelación apunta a que Trump pidió cerrar una investigación al máximo responsable de las pesquisas que amenazan su presidencia. Sin embargo, el documento redactado supuestamente por Comey no ha salido a la luz, por lo que las pruebas disponibles hasta ahora no son suficientes para plantear una acusación formal. “Ningún fiscal tomaría esa decisión basándose en lo que una persona ha dicho supuestamente en un informe, que nadie ha visto y del que no conocemos el contexto”, escribe el exfiscal Andrew McCarthy en la revista National Review.
“Despidió a Comey porque estaba investigando sus conexiones con el Gobierno ruso, una posible obstrucción a la justicia”
Expertos legales consultados por los medios estadounidenses aseguran que el principal obstáculo para acusar a un presidente -o cualquier sospechoso- de obstrucción a la justicia radica en demostrar que esa era su intención. En el caso de Trump, además de pedir supuestamente lealtad a Comey y después pedirle que cerrara el caso Flynn, también le amenazó en Twitter diciendo que “mejor que no haya grabaciones de nuestra conversación”. “Intimidar o amenazar a cualquier testigo con la intención de influir, retrasar o impedir que testifiquen es un delito”, escribieron entonces dos legisladores demócratas en una carta enviada a la mayoría republicana. “Las acciones del presidente y el hecho de que admitiera que despidió a Comey porque estaba investigando sus conexiones con el Gobierno ruso despiertan el fantasma de una posible obstrucción a la justicia”.
La Casa Blanca alegó en un primer momento que Comey fue cesado por su gestión del caso de los correos de Hillary Clinton. Pero después fue el mismo Trump quien admitió públicamente que se debía a la investigación de la trama rusa. Las declaraciones del presidente pueden volverse en su contra si sigue apuntando a que despidió a Comey por investigar su campaña. La investigación a Clinton da precisamente una pista de lo importante que es demostrar la intención del acusado. En aquel caso, Comey declaró como responsable del FBI que la candidata demócrata había sido negligente con sus comunicaciones, pero no se podía demostrar que su intención fuera que información clasificada llegara a manos equivocadas, por lo que no recomendaba presentar cargos contra ella.
La Constitución de Estados Unidos no contempla la posibilidad de que un presidente sea acusado de un crimen mientras ocupa el cargo. La única alternativa por tanto es el proceso de destitución o impeachment, el proceso más grave al que puede enfrentarse un mandatario en la Casa Blanca porque puede terminar en su expulsión del cargo. Se trata, sin embargo, de un juicio político por parte del Congreso y cualquier acusación formal debería producirse después ante la justicia ordinaria. La Cámara de Representantes es la encargada de abrir el proceso y el juicio lo celebra el Senado, dirigido por el presidente del Tribunal Supremo. En la actualidad, el Partido Republicano cuenta con mayoría en ambas Cámaras y hasta ahora los legisladores han demostrado su apoyo al presidente.
“¿Cómo se explica que el partido republicano confíe en un personaje tan atrabiliario en vez de promover una investigación?”
La teoría del presidente loco ha quedado superada. Ahora prospera la impresión de que se ha instalado en la Casa Blanca un niño de siete años, que además es maleducado y caprichoso, ignorante y consentido. La locura presidencial podía tener rendimientos, tal como Richard Nixon llegó a defender ante sus colaboradores, especialmente ante un enemigo al que hay que disuadir con la amenaza nuclear. Un presidente loco es imprevisible y se halla fuera de todo control, de forma que no hay que provocarle ni tomar a broma sus amenazas. Es peor si el presidente es un niño, porque incluye el caso anterior. Ya saben, es un loco pequeñito que se mete en todos los charcos y no sabe moverse sin hacer una trastada tras otra. Sus vicios de infante mimado se ven amplificados por su tamaño y su edad provecta. La culpa siempre es de los otros. Sus fallos son siempre responsabilidad de sus subordinados, perfectos candidatos al despido inminente.
Rusia entera se ríe a mandíbula batiente de las proezas del niño-presidente que sus servicios promocionaron en la campaña electoral. La última ha sido la revelación de secretos facilitados por el espionaje israelí sobre el Estado Islámico en Siria, en un doble gesto de persona inmadura, para exhibir su información privilegiada y congraciarse con los rusos. Los desperfectos son terribles: en la seguridad de los agentes sobre el terreno, en la confianza de los servicios israelíes y del resto del planeta, en la fiabilidad política de la Casa Blanca y en la seguridad de EE UU, en definitiva.
“¿Cómo se explica que el partido republicano siga confiando en un personaje tan atrabiliario en vez de promover una investigación sobre sus relaciones con Rusia y quizás su destitución?”, se pregunta el periodista español Lluís Bassets. No es menos grave la presión ejercida sobre el exdirector del FBI, James Comey, para que no investigara las relaciones del exconsejero de Seguridad Michael Flynn con Moscú. Si nada impide legalmente al presidente meter la pata con sus regalos al espionaje ruso, y de rebote iraní, las presiones sobre el director del FBI destituido entran en el repertorio penal de obstrucción de la justicia, que conduce directamente al proceso de destitución, si la mayoría republicana actúa de acuerdo con los principios constitucionales.
Trump ha alcanzado la Casa Blanca con la consigna de hacer grande de nuevo a su país pero su presencia en el despacho hasta ahora más poderoso del planeta es un signo mayor e inquietante de decadencia; toda una paradoja y a la vez una ironía. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí un individuo de tan escasas cualidades personales, políticas y morales? ¿En qué ha fallado el sistema político estadounidense, con su complejo sistema de primarias y sus numerosos checks and balances? La presidencia de Donald Trump es la demostración más palpable de que la democracia más perfecta puede terminar incurriendo en los peores vicios de la sucesión monárquica, cuando la calidad de los gobernantes absolutos y el destino de los pueblos dependían del azar de una filiación genética. Estados Unidos en manos de Trump es como España en manos de Carlos II el Hechizado, último Austria y símbolo de la decadencia del imperio.
Carlos II ‘El Hechizado’ padecía episodios de cólera desmesurada, tenía la adicción alimentaria al chocolate
Carlos II nace en Madrid, el seis de noviembre de 1661. Sus padres son Felipe IV y Mariana de Austria, que fue la segunda mujer del rey. Felipe IV, muere en 1665, cuando Carlos II tenía solamente cuatro años. Su madre Mariana de Austria queda como Regente del Reino, en sustitución de su hijo, hasta que este alcance la mayoría de edad que sería en 1675. De esta manera se narraba en la Gaceta de Madrid, el nacimiento de Carlos II. “un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes”. Sin embargo, el embajador francés en la Corte de Madrid, comunicaba a Luis XIV, como era el recién nacido: “El príncipe parece bastante débil; Muestra signos de degeneración; tiene flemas en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello supura; asusta de feo”. Con el fin de que sobreviviera fue alimentado por catorce amas de cría distintas, que le amamantaron hasta los cuatro años y no siguieron por más tiempo, al ser considerado indecoroso para un monarca.
Carlos II no pudo sostenerse en pie hasta tener cumplidos los seis años. Padecía raquitismo pues no tenía vitamina D, el niño carecía de falta de luz solar ya que no se le sacaba al exterior ante el temor de que cogiera catarros que pusieran en peligro su vida. Padecía epilepsia con dos etapas muy activas, durante la infancia y al final de su vida. Carlos II no aprendió a leer hasta la edad de diez años y nunca escribió correctamente. Padecía episodios de cólera desmesurada. Tenía la adicción alimentaria al chocolate. Carlos II tuvo una educación muy pobre, pues su mala salud hizo pensar que moriría joven, por lo que se descuidó su educación y no se le preparó para las tareas de gobierno. Además sus preceptores fueron todos teólogos y no le dieron conocimientos sobre la política.
Tuvo siempre un carácter débil, irresoluto y voluble, en parte debido a su escasa confianza en sí mismo y en su propio criterio. Ello hace que tengan en él gran influencia los personajes fuertes de la Corte, así como las mujeres de su propia familia. De carácter bondadoso y bienintencionado, siendo sus principales virtudes, la piedad, la religiosidad y la rectitud de conciencia. Se sabe que Carlos II padecía el síndrome de Klinefelter, enfermedad genética, que consiste en una alteración cromosómica expresado en el cariotipo 47/XXY, es decir, que tienen un cromosoma X supernumerario. Dicho síndrome se caracteriza por infertilidad, niveles inadecuados de testosterona, disfunción testicular, hipogenitalismo (genitales pequeños), trastornos conductuales y aspecto eunucoide, con talla alta, extremidades largas, escaso vello facial y distribución de vello de tipo femenino. A veces aparece la criptoguida que son testículos intraabdominales, no descendidos a la bolsa escrotal.
Hijo y heredero de Felipe IV y de Mariana de Austria, permaneció bajo la regencia de su madre hasta que alcanzó la mayoría de edad en 1675. Aunque su sobrenombre le venía de la atribución de su lamentable estado físico a la brujería e influencias diabólicas, parece ser que los sucesivos matrimonios consanguíneos de la familia real se acompañaron de un supuesto síndrome de Klinefelter,nota 3 con síntomas como poca estatura y esterilidad,1 lo que acarreó un grave conflicto sucesorio, al morir sin descendencia y extinguirse así la rama española de los Habsburgo.
Sobre Carlos II ha caído el mito de la decadencia española, país gobernado por monarcas atrasados, donde se practicaba incluso la brujería, pero la historiografía del siglo XXI pone en duda ese mito e incluso la mala salud del rey. El monarca vivió bastante para su época y, junto a sus hombres, logró mantener intacto el imperio frente al poderío francés de Luis XIV, consiguió una de las mayores deflaciones de la historia, el aumento del poder adquisitivo en sus reinos, la recuperación de las arcas públicas, el fin del hambre y la paz. Logros por los nuevos historiadores como Luis Ribot lo califican de “ni tan hechizado ni tan decadente”.
El falso bronceado de Donald Trump, al descubierto por culpa del viento, muchos sospechaban de ese color naranja’
Mucho se ha hablado sobre el estilismo de la primera dama estadounidense, Melania Trump, como viene siendo habitual en cuestiones de moda con relación al mundo de la polémica. Pero el nuevo presidente, Donald Trump, también tiene para escribir un libro en cuestiones de estilo y trucos de belleza. El mandatario, que cada día hace nuevos enemigos en vez de afianzar lazos para conseguir un propósito común, ha sido señalado como un hombre muy preocupado por su aspecto físico. Tanto que confía en trucos de belleza como son el tinte rubio para sus cabellos o el bronceador anaranjado que da color a su rostro. Este último, a pesar de ser muy evidente, pululaba a modo de rumor y chanza en la prensa y en las redes sociales, dado que esa tonalidad anaranjada es difícil de lograr de forma natural sin correr el riesgo de lucir la piel quemada por los rayos del sol en un tono algo más flúor. Y, de nuevo, el viento ha sido su peor enemigo.
Los secretos de belleza deberían ser guardados por sus dueños como sus mejores propiedades, pero una inoportuna ráfaga de viento ha echado al traste con este propósito cuando el magnate reconvertido en político recibía en audiencia a Justin Trudeau, primer ministro de Canadá. El viento se ha atrevido a levantar levemente el flequillo de Trump, dejando al descubierto una evidente línea discontinua en su frente. ¿Qué es eso? Se preguntaron todos al percatarse de que el color de la piel del presidente no es homogéneo por todo su rostro. La única explicación posible -una vez descartada que Trump use una careta con su propia cara- es que efectivamente los rumores eran ciertos y él ha caído rendido a los encantos del bronceado artificial. Eso sí, nos gustaría aprovechar la ocasión para indicarle a Trump que existen en el mercado diversas tonalidades de este producto, por si algún día decide cambiar el naranja zanahoria por un color algo más natural.
‘Steve’ Bannon es un publicista y periodista estadounidense, estratega jefe de la Casa Blanca y consejero del presidente Donald Trump desde 2017. Se ha convertido en un auténtico ‘Rasputín’ en la Casa Blanca. Es el causante del color cada día más color zanahoria del presidente que nos evoca a Bugs Bunny (también llamado Serapio en algunos países hispanohablantes o El conejo de la suerte en España), un personaje de dibujos animados que aparece en las series de los Looney Tunes y Merrie Melodies producidas por Leon Schlesinger para la Warner Bros. Bugs desarrolló una personalidad ‘populista’, a menudo bromeando sin importar lo grave que fuera el peligro o lo próximo que estuviera, lo cual deriva directamente de Groucho Marx. Unas de las más populares frases de Bugs “¡Por supuesto, ya te habrás dado cuenta que esto significa guerra!” fue originalmente dicha por Groucho en ‘Sopa de ganso’. Tiene una personalidad muy burlona que desafía la autoridad de las personas ya sea de un guarda parques o un policía. Haciendo notar lo poco inteligentes que son los demás en comparación a su persona. Le gusta Lola Bunny. Analizado desde Fromm, psicologicamente se habla de una personalidad desafiante y hasta antisocial.
‘Steve’ Bannon se describe como un “nacionalista económico”, rechazando la etiqueta de nacionalista blanco. Ha defendido que los estadounidenses se encuentran en una guerra global contra el Islam radical, en el marco de un conflicto secular entre el Cristianismo y el Islam. Su posición respecto a Vladímir Putin es ambivalente: rechaza su corrupción, aunque considera que occidente podría aprender de su tradicionalismo. Defiende la narrativa de un mundo judeo-cristiano practicante antaño de un “capitalismo humano”, subvertido en la actualidad según Bannon por un “Partido de Davos” y un capitalismo global y de élites. Ha declarado que su principal objetivo político es “sacudir” al sistema y crear un movimiento populista de centro-derecha enraizado en el nacionalismo y una forma “más humana” de capitalismo. Ha valorado positivamente la figura de Ronald Reagan. En su trabajo como director de documentales recibió influencia del trabajo de Leni Riefenstahl, cinematógrafa y propagandista del Tercer Reich. Se ha adherido a la teoría sin gran aceptación, concebida por los historiadores Neil Howe y William Strauss en la década de 1990, que aboga por la existencia de ciclos de 80 años en la historia de los Estados Unidos, separados por respectivas crisis, representadas por la Independencia Americana y la Constitución (1777-1794), la Guerra Civil Estadounidense (1860-1868) y la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial (1929-1945).
Del ‘Watergate’ al ‘Rusiagate’, Nixon nunca se atrevió a denostar al FBI, Trump evoca en España a Carlos II ‘El Hechizado’. Apenas 40 horas de silencio, eso fue lo que duró la disciplina de Donald Trump, tras un sorprendente mutismo en Twitter, volvió a la carga; su objetivo: el exdirector del FBI, James Comey, ante el Comité de Inteligencia del Senado le acusó de presionar en la investigación de la trama rusa; “Pese a tantas falsas declaraciones y mentiras, wow, Comey es un filtrador”, dice el tuit escrito desde el Despacho Oval; el exjefe de los espías estadounidenses había reconocido que tras verse atacado por la Casa Blanca y buscando el nombramiento de un fiscal especial decidió hacer público parte del contenido de las notas que guardaba de sus conversaciones con el magnate de Manhattan; con este fin se dirigió a un amigo, el profesor de leyes de la Universidad de Columbia Daniel Richman, y le pidió que se pusiera en contacto con un periódico, The New York Times, para que publicara su versión de lo ocurrido; superada la teoría del presidente loco que vulnera la seguridad del espionaje e interfiere en la acción de la justicia; en el Kremlin, muy cerca de la momia de Lenin, se ríen a mandíbula batiente.
@SantiGurtubay