El territorio nacional vive desde hace años una ola de violencia en su territorio por las feroces disputas entre cárteles narcotraficantes y los ataques de estos grupos a la población civil.
La indignación en el país por la inseguridad y la corrupción se disparó a raíz de la desaparición de 43 estudiantes en septiembre a manos de policías de la ciudad de Iguala, al sur, coludidos con narcotraficantes.
«Estamos viviendo todos los mexicanos, como se vive individualmente, un duelo. Un duelo se vive por etapas y tenemos que enojarnos con las pérdidas y decir, no puede ser».
Mientras el gobierno federal y el conjunto de la clase política se empeñan en aparentar una normalidad democrática e institucional inexistente, con miras al reacomodo de fuerzas partidistas de las próximas elecciones, la violencia sigue siendo parte del escenario cotidiano del país, y no parece haber perspectivas de cambio respecto de esa realidad.
La persistente cifra de muertos y el virtual escenario de guerra que se vive en diversos puntos del país son correlatos lógicos de una política de seguridad que, más allá de los giros discursivos, se mantiene en los intentos por contener las expresiones delictivas mediante despliegues policiales o militares, agravados por ejercicios de simulación como el que tuvo lugar en Michoacán con la designación de un comisionado especial para la entidad que a la postre se limitó a perseguir a los sectores más críticos de las autodefensas. En cambio, el gobierno federal ha venido evitando la toma de decisiones de fondo para revertir la descomposición social, la cual constituye el caldo de cultivo para el auge de la delincuencia y la ingobernabilidad, como el fomento a las actividades productivas, la generación de empleo, el gasto público en educación e infraestructura, la promoción del desarrollo económico y el bienestar social.
La inseguridad y la violencia en el país son producto de una cadena de omisiones e irresponsabilidades atribuibles a las autoridades federales, estatales y municipales, las cuales, desde el sexenio antepasado y hasta el primer año del presente, han faltado a sus tareas y obligaciones fundamentales de garantizar la vida, la integridad física, el patrimonio y la seguridad de la población; han permitido la infiltración de la delincuencia organizada en las corporaciones de seguridad pública de los tres niveles y han abandonado a su suerte a la población ante el embate de esos grupos.
Es precisamente ese abandono por parte de las fuerzas públicas, e incluso la convivencia entre éstas y los grupos delictivos, lo que dio pie a la toma del control de vastas regiones por parte de la delincuencia organizada.
La ausencia del Estado, su consiguiente pérdida de control territorial la inseguridad y la ingobernabilidad resultantes no se circunscriben a los estado de Michoacán, Jalisco y Guerrero, hoy en disputa ni a la región de Tierra Caliente, sino que se extienden por todo el territorio nacional y esto es a causa de la grave descomposición social que existe en el territorio mexicano.