Desde 1991, cuando el PRI perdió por primera vez una gubernatura, la de Baja California Norte ante el panista Ernesto Ruffo Appel, las diferentes fuerzas políticas del país se han prestado el poder sin que haya una diferencia sustancial entre el ejercicio de uno y otro.
En los últimos 26 años el PRI dejó de ser el partido hegemónico, estuvo ausente 12 años de la casa presidencial de Los Pinos, dejó de tener el control de las cámaras de diputados y de senadores, nunca ha ganado una elección para jefe de gobierno en la ciudad de México y dejó de hacerlo en varias capitales estatales y ciudades importantes.
Actualmente, aunque el PRI y el Verde tengan en su poder la presidencia de la República, a nivel de los estados el 48% de la población mexicana es gobernada por los partidos que integran el llamado Frente Ciudadano, es decir, por el PAN y PRD; el 45% por el PRI y el partido Verde y el restante 7% lo representa Nuevo León, donde gobierna el independiente Jaime Rodríguez Calderón, (a) “El bronco”.
A lo largo de casi tres décadas han sido procesados o están en proceso penal ex gobernadores panistas y priistas, también ex alcaldes y decenas de autoridades emanadas del PRD han sido vinculadas con el crimen organizado, principalmente en Guerrero y Michoacán.
Sin embargo, a pesar de ello, para la opinión pública el PRI parece ser el único responsable de los males del país. En estos tiempos de crisis política, de falta de credibilidad de los partidos, de escándalos de corrupción en los que están involucrados personajes de todos los colores, de todas las corrientes ideológicas, el PRI se lleva la peor parte.
Empero, todo ese contexto demuestra que el problema no es el PRI, el PAN o el PRD, porque políticos de esas y otras siglas han sido señalados de corrupción y varios de ellos enfrentan procesos penales.
El problema de fondo es el “sistema” en el que impera la impunidad en todos los niveles, en el que los “candados” no funcionan y en el que los controles que se supone debe haber al interior de los partidos políticos para sancionar a sus militantes corruptos tampoco funcionan.
En ese sentido, no ha habido cambio alguno, a pesar de que han sido y son gobierno partidos políticos que ofrecieron reestructurar y modernizar la forma de ejercer gobierno en México.
La percepción de que el PRI es el responsable de los todos los males del país enfrenta a ese partido ante el riesgo de perder la presidencia de la República el próximo año y para hacer frente a esa contingencia decidió que lo mejor es postular como candidato presidencial a un tecnócrata sin militancia. Vaya, José Antonio Meade ni siquiera era simpatizante priista y para registrar su precandidatura primero tuvo que inscribirse como tal, sin que ello implique su afiliación.
De todos los aspirantes presidenciales visibles, Meade es el único que no está metido en escándalos de corrupción y lo peor que han dicho de él sus críticos es que “forma parte de la mafia del poder” o que “es más de lo mismo”.
Pero todo parece indicar que no se quedará callado, que muy a su estilo tendrá parque para sus críticos. Ya dio un primer bosquejo de ello en la entrevista que le ofreció a Carlos Loret de Mola, cuando dijo que no se puede dar credibilidad a las declaraciones de alguien que no ha podido explicar la compra de una residencia de lujo, refiriéndose a Alejandra Barrales, presidenta nacional del PRD.
“¿Tienes cola que te pisen, cuentas en paraísos fiscales, propiedades inexplicables…?”, le preguntó Ciro Gómez-Leyva.
“Nada de eso”, respondió Meade.
Con su perfil ciudadano, el seguro candidato presidencial del PRI tendrá que construir un frente que le permita ganar, uno compuesto por 32 “priís” con intereses y perfiles diferentes, con grupos de la sociedad civil y con los propios panistas que lo apoyan.
Así, tendremos un Frente contra otro Frente, además de López Obrador.
Quizá no ha muerto, como lo aseguró el líder de Morena, pero el bloque panista-perredista parece que se desinfló, según lo revelan las encuestas que se hicieron tan pronto el PRI se decantó por Meade.