Hace diez años el huracán “Wilma” golpeó con furia, durante 65 horas, a Cancún y a casi toda la Zona Norte de Quintana Roo. La memoria de “Wilma” está viva en los que vivimos esos días y noches de furia.
Las noches y los días de “Wilma” han quedado anudadas en nuestra memoria. Existen fotografías espléndidas nos ayudan a que esos recuerdos pasen por un filtro sosegado, para que en el remanso del presente podamos revivir la emoción de la furia de la naturaleza, la gratitud siempre viva de las manos, de aquí y de allá, de todas partes, que de inmediato se tendieron para ayudar a los damnificados.
Cuando los vientos se amansaron, cuando la lluvia incesante dejó paso a la transparencia de los días sin zozobra, pudimos vernos cara a cara. Pudimos reconocernos de nuevo. Pudimos llamar por su nombre otra vez a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestros vecinos. Y allí estaban todos. Todos habíamos resistido. Nadie faltaba.
La infraestructura urbana y turística sufrió severos daños. Las imágenes de este libro son un pulcro testimonio de la devastación.
Todos los habitantes y todos los turistas fueron resguardados, muchas veces no sin problemas de último momento, porque muchos ignoraban la magnitud y la duración del meteoro.
Las instalaciones turísticas sufrieron daños que fueron reconstruidas con celeridad. Pero todavía perdura en nuestra memoria la experiencia del lento, pesado andar de “Wilma”. En nuestro recuerdo está el tiempo detenido de esos días y noches anudados en el alma.
No hubo víctimas mortales que lamentar, que muchas veces en estos casos son motivadas por la imprevisión, el descuido o la falta de coordinación entre instancias gubernamentales.
No hubo un saldo mortal, y éste no es un dato menor. Preservar la vida humana fue una prioridad que se cumplió. Dejar constancia de ello es un acto de honor y es una lección que no debe desestimarse.
A partir de “Wilma” aprendimos (debimos aprender) a relacionarnos de una manera distinta con la naturaleza, con el mar, con las playas, con los manglares, con las lagunas, con la selva, evitando su degradación porque, de lo contrario, el deterioro de la especie humana sería irremediable.
Cuando los vientos se amansaron, cuando la lluvia incesante dejó paso a la transparencia de los días sin zozobra, pudimos vernos cara a cara. Pudimos reconocernos de nuevo. Pudimos llamar por su nombre otra vez a nuestros familiares, a nuestros amigos, a nuestros vecinos. Y allí estaban todos. Todos habíamos resistido. Nadie faltaba.