La política es un quehacer degradado por la impunidad, el latrocinio y la ausencia de valores éticos. En nuestros tiempos la actividad política ha perdido prestigio: se dice que ya no es tarea de gente decente porque muchos lo han conculcado con sus desvaríos.
Y es que, con las raras y consabidas excepciones, el poder enloquece – con los grados y matices que la siquiatría establece- a quienes lo detentan y enferma del alma – odio, delirios de grandeza, megalomanía, sed de venganza, nostalgia, tristeza, soledad- a quienes lo detentan. El que tiene poder político tiene la capacidad para influir en el destino de mucha gente; en sus manos se concentran decisiones que pueden cambiar el curso de vidas y patrimonios.
Y en nuestro país la norma ha sido el uso despótico del poder. Las satrapías que hemos padecido han envilecido el que hacer político, porque las mafias político-económicas han despojado a la comunidad de su derecho de gobernarse a si mismas.
Los puestos públicos sólo se convirtieron en trampolín para enriquecimientos ilícitos; para destruir a los adversarios y para formar cofradías siniestras. Los negocios prevalecen por encima del interés general. La decencia y la dignidad están ausentes, ya no digamos la grandeza de miras.
Esta situación está provocando un fenómeno preocupante: la inteligencia mexicana se está alejando de las inquietudes y preocupaciones políticas, es decir, del entorno donde se decide el destino comunitario. Y esto es lo peor que le puede pasar al país: que sus creadores, que los artistas, los pensadores, se aparten del transcurrir político por desaliento, decepción y nausea.
Vivimos tiempos agitados, complejos, inciertos. Y necesitamos dirigentes que conozcan a este país, a su gente, su historia, su cultura; que sepan captar lo esencial del alma mexicana; políticos que tracen grandes metas y tengan el valor de romper inercias, intereses creados y feudos de poder oligárquico.
La dignidad del quehacer político se ha extraviado en los meandros de la corrupción, que es el gran mal que ha envenenado la vida pública nacional. Ningún político del sistema piensa con cabeza propia. Todos están a la espera de la consigna, de la orden del superior. Sólo importa conservar el puesto y escalar, sin que importen los medios, aunque haya que caminar sobre cadáveres, aunque haya que dejar jirones de principios por el camino.
Las trayectorias políticas se construyen con abdicaciones, servilismo y ruindad. Este panorama desolador tiene que cambiar. La sociedad, y no los políticos, debe tener la palabra.
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