EL BESTIARIO
El juez acusa a Rusia y a Vladímir Putin por envenenar a Alexander Litvinenko, Londres abre una investigación pública sobre el asesinato con polonio-210 del exespía ruso en 2006, ‘thriller’ Alfred Hitchcock
SANTIAGO J. SANTAMARÍA
La capital británica ha empezado a revivir estos primeros días de febrero, al inaugurarse la investigación oficial pública de la muerte por envenenamiento en 2006 del exespía ruso Alexander Litvinenko, lo que el abogado de la viuda no ha dudado en llamar “un acto de terrorismo nuclear patrocinado por un Estado en las calles de Londres”. El Gobierno británico, que se había resistido inicialmente a que se abriera un proceso de estas características para no perjudicar sus relaciones con Rusia, decidió en julio del año pasado autorizar esta investigación judicial independiente, después de enfriamiento entre los dos países por la crisis de Ucrania. La negativa inicial del ministerio del Interior a celebrar esta investigación pública, que permite escuchar en secreto determinados testimonios, fue afeada por la Justicia británica, que dio la razón a Martina Litvinenko, viuda del ex agente secreto. Ella es la verdadera impulsora del esclarecimiento de un suceso que conmocionó hace ocho años a la opinión pública, que asistió al deterioro de su marido, postrado en una cama de un hospital londinense, víctima de la sustancia radioactiva polonio-210 vertida en su taza de té.
El juez Robert Owen, que preside la investigación pública, ha afirmado que el caso plantea cuestiones “de extrema gravedad” y que hay pruebas que aparentemente apuntan a la implicación del Estado ruso. Algo que comparte Marina Litvinenko, que ha acusado al presidente Vladímir Putin de ser responsable de la muerte de su esposo. El polonio-210, ha añadido el juez, pudo haberse usado para “matar a un gran número de personas o para propagar el pánico y la histeria entre la ciudadanía”.
El exespía de la KGB Alexander Litvinenko vivía exiliado en Londres desde el año 2000. Reino Unido le proporcionó asilo político al llegar con su familia -tras una huida que “no desentonaría en las páginas de un thriller”, según el abogado de la acusación-, después de cumplir casi un año de prisión en Rusia tras denunciar públicamente en 1998 la supuesta corrupción en el Servicio Federal de Seguridad ruso (SFS, sucesor del KGB). Desde Reino Unido continuó con su campaña contra Putin y trabajó para el servicio de inteligencia británico MI6. Según el abogado de la viuda, también trabajó para el CNI español, vigilando a las mafias rusas que operan en España.
Tres semanas antes de morir, tomó el té en el hotel Mienium del centro de la capital inglesa con dos antiguos colegas
Litvinenko falleció el 23 de noviembre de 2006, a los 43 años, en la cama de un hospital londinense. Desde su lecho de muerte acusó al Kremlin, según su viuda. Rusia siempre ha negado su participación en la trama. Tres semanas antes de morir, Litvinenko tomó el té en el hotel Mienium del centro de Londres con dos antiguos colegas, Andrei Lugovoi y Dmitry Kovtun. La policía británica apunta a estos dos ciudadanos rusos como sospechosos del asesinato. Ambos se encuentran supuestamente en Rusia, cuyas autoridades se han negado a entregarlos a Reino Unido, alegando que su Constitución no lo permite. El juez Owen ha invitado a los dos sospechosos a declarar por videoconferencia, a lo que espera “que accedan” ya que ambos niegan cualquier participación en los hechos.
Antes de aquel supuesto envenenamiento mortal en un hotel el 1 de noviembre de 2006, la acusación ha contado al juez que Litvinenko sobrevivió a otro intento dos semanas antes, el 16 de octubre, cuando se reunió con Lugovoi y Kovtun en una oficina de Grosvenor Street. En aquella ocasión el ex espía vomitó, pero no enfermó tanto como tras la segunda y mortal dosis. Los dos sospechosos habrían viajado hasta en tres ocasiones desde Rusia a Londres transportando polonio. La acusación aseguró que la sala escuchará la declaración de un testigo de Hamburgo que asegurará que Kovtun le preguntó si conocía a algún cocinero en Londres, porque necesitaba alguien para administrar “un veneno muy caro” a Litvinenko, a quien llamó “un traidor con las manos manchadas de sangre”.
Como oficial de la SFS, Litvinenko recibió a orden de matar al empresario ruso Boris Berezovsky en 1997, según la acusación. Pero el espía no obedeció, alertó del plan al empresario y expresó su desacuerdo al entonces jefe de los servicios secretos, Vladímir Putin. En marzo de 2013 Berezovsky apareció ahorcado en su mansión inglesa, en un aparente suicidio. El juez Owen ha asegurado que en audiencias previas ha visto pruebas que apuntan “a primera vista” a Rusia. Algunas de ellas las volverá a escuchar pero lo hará, ha confirmado, en sesiones cerradas al público por cuestiones de seguridad.
Tras una década de ‘silencio’, Gran Bretaña cambia de postura en momentos de crisis con Rusia, por el conflicto de Ucrania
La investigación, que deberá aclarar la participación del aparato del Estado ruso, anunciada ahora, tres casi una década de silencio, supone un cambio de 180 grados en la postura mantenida hasta ahora por el Gobierno británico, por lo que de inmediato ha sido asociada a la línea dura abogada por el primer ministro conservador, David Cameron, en la actual crisis con Rusia por las tensiones en Ucrania.
Litvinenko, que se cree que en aquel momento trabajaba para el MI6 británico y había colaborado también con los servicios secretos españoles acerca de la presencia de mafiosos rusos en España, fue envenenado con polonio, una sustancia radioactiva. Este caso provocó un gran escándalo internacional y una crisis diplomática entre Londres y Moscú. Las cosas, sin embargo, nunca fueron mucho más allá de la retórica entre ambos gobiernos y el de Londres ha bloqueado hasta ahora todos los intentos de la viuda y los abogados de Litvinenko para que se pusiera en marcha una investigación pública con poderes para acceder, aunque fuera en secreto, a documentos que podrían probar la participación de Moscú en el asesinato de su ex agente.
Aunque los jueces británicos han apuntado a Lugóvoi como el ejecutor del crimen, el juez que llevó el caso recomendó la apertura de una investigación pública para saber quién ordenó la ejecución. El Home Office, sin embargo, denegó esa investigación en julio de 2013 y la propia ministra del Interior, Theresa May, explicó entonces que “las relaciones internacionales han sido uno de los factores que han llevado al Gobierno a tomar esa decisión”. En febrero del pasado año, el Tribunal Superior de Londres criticó al Gobierno por haber descartado la investigación pública (“public inquiry”) antes de que hubiera finalizado la investigación judicial ordinaria (“inquest”). Pero ese dictamen, aunque era un poderoso argumento en favor de la investigación pública, no obligaba legalmente al Gobierno a convocarla. Y, sobre todo, no necesariamente en este preciso momento de crisis con Rusia, sin olvidar el derribo del avión de Malaysia Airlines en el cielo del Este de Ucrania, controlado por los separatistas pro rusos. Por eso la, en palabras del presidente de la Comisión de Exteriores de los Comunes, “estrafalaria” decisión anunciada por May, se ha recibido como una decisión política encaminada a lanzar un aviso a la Rusia de Vladímir Putin de que Londres está dispuesto a jugar fuerte en esta crisis.
Los últimos días de Alexander Litvinenko, después comer en un ‘Itsu’ en Piccadilly Road, en el centro de la ciudad
El no lo sabía, pero cuando salió de su casa aquella mañana del 1 de noviembre, Alexander Valterovich Alexander Litvinenko, de 43 años, iba camino de una muerte lenta y horrible, que le llegaría 22 días más tarde. Como tantas otras veces, se había citado en Piccadilly Circus, en el centro de Londres. Agente secreto del soviético KGB primero y del ruso FSB después, había huido de Rusia hacía seis años y le gustaba quedar con sus interlocutores en lugares públicos, con gran ajetreo, para dificultar cualquier intento de asesinato. Cualquier precaución era poca. Su experiencia vital y su carácter le habían convertido en un hombre con un punto de paranoia, siempre dispuesto a ver una conspiración donde otros sólo veían coincidencias.
Aquella mañana había quedado con Mario Scaramella, un oscuro académico italiano nacido en Nápoles y educado en Moscú. Su encuentro no tenía nada de anormal. Era uno más en la agenda siempre densa de un hombre acostumbrado a trabajar mucho y con una obsesión en la cabeza: el presidente ruso, Vladímir Putin, al que había convertido en un enemigo personal. “Siempre estaba investigando algo”, explica Andréi Nekrasov. Cineasta y director teatral de San Petersburgo, Nekrasov viaja a Londres a menudo y se interesó por Litvinenko cuando el agente llegó al aeropuerto de Heathrow hace justo seis años, el 1 de noviembre de 2000, pidiendo asilo político. Con el tiempo se hicieron muy amigos.
Dos años antes, Litvinenko y otros cuatro compañeros habían comparecido en una rueda de prensa en Moscú para denunciar la corrupción imperante en los servicios secretos rusos. Aquel día, Litvinenko reveló que un año antes le habían dado la orden de ejecutar a Borís Berezovski, un oligarca ruso judío que como ministro en la era Yeltsin había negociado el primer tratado de paz con los chechenos y al que los ultranacionalistas rusos odiaban por esa humillación. Aunque hasta entonces no había estado especialmente preocupado por los derechos humanos, las ejecuciones extraoficiales “eran una línea roja que Litvinenko no podía traspasar”, explica Nekrasov.
“Antes no era como ahora; había estado en Chechenia, era un hombre duro, no era un intelectual preocupado por los derechos humanos. Era un militar. Pero había una línea roja que no podía traspasar”. En lugar de asesinar a Berezovski, le avisó del peligro que corría. Y cayó en desgracia. Fue procesado, encarcelado, liberado, encarcelado de nuevo, liberado otra vez. Cuando iba a ser encarcelado por tercera vez, huyó de Rusia a través de Turquía, y Berezovski, que envió a Estambul al ahora director de su fundación en Nueva York, Alex Goldfarb, le consiguió asilo político en el Reino Unido. Estados Unidos no quiso acogerle porque no tenía perfil de disidente político. Su trabajo había sido combatir mafias, atracadores de bancos y traficantes de drogas.
“Estaba siempre investigando lo que ocurría en Rusia. Siempre navegando por Internet, al teléfono, entrevistándose con gente. Era un obseso, siempre pensando en teorías conspirativas. Sólo hablaba de eso. Y todos los males venían siempre de Putin, claro, y del KGB y del FSB. Quizás no siempre acertara, no lo sé, pero ésa no es razón para matar a alguien. Y no tenía pelos en la lengua. Hablaba en cuanto tenía una oportunidad acerca de Chechenia, sobre la situación de los derechos humanos en Rusia”, se extiende Andréi Nekrasov.
Ese miércoles 1 de noviembre, Litvinenko se citó con Mario Scaramella porque el italiano, muy agitado, quería mostrarle unos e-mails que daban a entender que los dos estaban en el punto de mira de sus antiguos patronos. Fueron a comer a un bar de comida japonesa de la cadena Itsu en la cercana Piccadilly Road. El ruso iba allí a menudo: céntrico, bullicioso, rápido y funcional, tenía la ventaja añadida de quedar a tiro de piedra del despacho de Berezovski. Se cree que Litvinenko tomó sushi y quizá sopa. El italiano, nervioso, se conformó con un botellín de agua. Semanas después, la policía encontró allí restos del isótopo nuclear polonio 210, el veneno que acabaría con la vida de Litvinenko. Pero Scaramella asegura que ha dado resultado negativo en los análisis que se le han practicado, lo que reforzaría la tesis de que no fue allí donde envenenaron al ex agente.
Tras la reunión con Scaramella, Litvinenko se fue al hotel Millennium, donde se vio con dos rusos. Al menos uno de ellos, Andréi Lugovoi, era un viejo conocido, ex agente como él. El otro, Dimitri Kovtun, era un hombre de negocios que Lugovoi le había presentado dos semanas antes. Los amigos de Litvinenko sospechan que fue allí cuando le envenenaron, mientras tomaban el té en el Pine Bar. Luego se descubriría la presencia de polonio 210 en el bar, en los lavabos y en algunas habitaciones. También se descubrió en el restaurante Itsu, pero bien pudo ser desperdigado después para despistar. Eso piensa Alex Goldfarb, el hombre de Berezovski que sacó a Litvinenko de Turquía y le embarcó junto con su mujer, Marina, y su hijo Anatoli en un vuelo para que pidiera asilo político nada más pisar suelo británico. Goldfarb apunta hacia Rusia y hacia los rusos del hotel Millennium como los envenenadores. “Puede haber sido envenenado en la segunda reunión, pero, como seguro que le seguían, pudieron luego desperdigar el polonio en el lugar de la primera. No lo sabemos”, explica mientras toma té en un hotel de Knightsbridge. “Siempre tengo cuidado con el té”, ironiza.
Es posible que Litvinenko fuera desde el Millenium hasta las oficinas de la empresa rusa de seguridad Erinys, en la que también se han encontrado restos de polonio. Desde allí pudo ir al despacho de Berezovski. Allí no tenía oficina propia, pero las puertas siempre estaban abiertas para el hombre que le había salvado la vida al jefe. Se acercaba a hacer fotocopias, navegar por Internet, llamar por teléfono, reunirse con gente o pasar el rato entre cita y cita. La policía sigue trabajando en la reconstrucción del recorrido de Litvinenko por Londres aquella tarde. Las miles de cámaras de seguridad desplegadas por la ciudad, y especialmente por el centro, son de gran ayuda. También los rastros de polonio 210 ayudan a reconstruir los hechos. Y los aparecidos en varios aviones de la ruta Moscú-Londres refuerzan la pista rusa. Para Oleg Gordievski, un agente doble del MI6 y del KGB que en 1985 huyó al Reino Unido, “está absolutamente claro que han sido los rusos. El FSB ha sido la fuerza motora, pero ha recibido el visto bueno de la alta seguridad. Es ante todo venganza y castigo. Y para intimidarnos a nosotros”, afirma en una conversación telefónica con periodistas desde su casa en Godalming.
“Es un veneno muy, muy fiable, es como una bomba nuclear, tiene garantía absoluta y produce una terrible agonía”
Pero ¿por qué utilizar un veneno tan lento, que le dio tiempo a hacer una gran campaña contra Putin antes de morir? “Porque es un veneno muy, muy fiable. No tiene vuelta atrás. Es como una bomba nuclear. Tiene garantía absoluta y produce una terrible agonía. Lo que ellos no esperaban es que hubiera tanta publicidad. Esperaban que muriera en silencio, en cualquier sitio”, explica el ex agente.
Litvinenko señaló desde el lecho de muerte al presidente Vladímir Putin como su asesino. Pero su amigo Alex Goldfarb pone en duda que Putin interviniera directamente. “No creo que Putin sea una buena persona, pero no creo que hiciera algo así, porque conoce las consecuencias”, explica. “Sí puede tratarse de los servicios secretos actuando sin órdenes políticas, porque, aunque no se fue con grandes secretos, su marcha humilló al FSB porque no fue la CIA ni el MI6 quienes le ayudaron a escapar, sino Berezovksi y Goldfarb. Fueron el hazmerreír de los servicios secretos mundiales”.
“Hay otra posibilidad: que sea consecuencia de la lucha por la sucesión de Putin”, añade. “En Rusia hay dos clanes maniobrando por el poder. Putin mismo es una figura de equilibrio entre ambos, entre la gente de los servicios secretos y los oligarcas, la gente que viene de la era Yeltsin y que controla el gas y el petróleo. Es gente que no tiene nada que ver con el FSB y que quiere buenas relaciones con Occidente. Aquí lavan su dinero, tienen sus yates, sus propiedades… Les da mucho miedo que el KGB consiga todo el poder y ellos acaben siguiendo el camino de Yukos o el de Berezovski. Puede ser que este círculo, o muchos de ellos, tengan miedo de que el FSB pueda tener éxito, y ésta sea su forma de intentar desacreditarlo de manera que no sean aceptables ante la élite rusa, la clase rica, temerosa de que los países occidentales dejen de darles visados”.
Algunos medios han señalado la remota posibilidad de que detrás de la muerte de Litvinenko estén grupos chechenos que quieran vengarse de su trabajo allí como agente, muchos años atrás. Ahmed Zakayev, ministro de Exteriores checheno en el exilio y amigo personal del ex agente, parece indignarse con esa hipótesis. “La gente que hace esos comentarios son antiguos colegas de Litvinenko que en mi opinión están conectados con el asesino. La gente que apoya esos comentarios está haciendo propaganda a la propaganda rusa y a los servicios secretos rusos”.
Zakayev estuvo muy afectado por la muerte de Litvinenko. “Ahora hace 12 años que estoy en guerra y he perdido a mucha gente que trabajó muy cerca de mí. Puedo decirle que Ana Politkovskaia y Alexander Litvinenko eran los dos más cercanos. Alexander no sólo era un gran amigo, sino alguien con una personalidad extraordinaria. Él apreciaba la vida, no sólo por él, sino por otra gente. Pensaba a menudo en Chechenia y una vez escribió que desgraciadamente sus nietos rusos algún día tendrían que disculparse ante el pueblo checheno como en su día tuvieron que hacer los alemanes. Él consideraba la guerra entre Rusia y Chechenia como una tragedia personal”.
Sus amigos personales admiten ahora que primero pensaron que se trataba una de sus paranoias, “pues acababa de correr”
Litvinenko empezó a encontrarse mal la misma noche del 1 de noviembre. Sus amigos admiten ahora que primero pensaron que se trataba de una de sus paranoias. “Estaba en un hospital local y le estaban administrando un tratamiento rutinario por envenenamiento. En esos días hacía ejercicio y un par de veces incluso fue a correr. No podíamos tomarle en serio. Pero cuando le llevaron a otro hospital, cuando Marina, su mujer, nos dijo a algunos amigos que se trataba de algo muy serio, empecé a preocuparme”, explica Nekrasov.
Su caída y muerte le han convertido en un mito, pero quedan por aclarar algunos aspectos oscuros de su personalidad. Nadie parece saber muy bien de qué vivía. Goldfarb admite que Berezovski le ayudó a establecerse en Londres como beneficiario de su programa de ayuda a refugiados de la Fundación Internacional para las Libertades Civiles. “Las ayudas duraron tres años y luego se fueron reduciendo porque Litvinenko tenía sus propios ingresos. Escribió dos libros, daba entrevistas, estuvo en Italia para asistir a la comisión parlamentaria en la que conoció a Scaramella. Supongo que recibió pagos por eso. Estuvo en otros países como asesor, en fin, no sé exactamente qué hacía, pero sé que tenía otros ingresos. Su mujer es profesora de aerobic y de ballet. No eran ricos pero estaban bien”, concluye Goldfarb.
“Yo diría que le ayudaba Berezovski, sobre todo al principio”, dice Nekrasov. “Trabajaba mucho, para Berezovski o para organizaciones equivalentes para las que trabajó en Rusia. Se habló de que había estado ayudando a la policía británica y también, aunque es sólo un rumor, a la española a combatir las mafias”. Alexander Litvinenko, ex teniente coronel de los servicios secretos rusos, rindió un último tributo a la policía española. Seis meses antes de morir envenenado por una dosis de Polonio 210, contactó con policías españoles y la cita tuvo lugar, poco después, en una ciudad europea. Litvinenko se había caracterizado por criticar los métodos empleados por Vladímir Putin para acceder al poder y su muerte accidental provocó un auténtico escándalo internacional. Seis meses antes de aquello explicó a los investigadores españoles qué papel desempeñaban ciertos hombres de negocios involucrados con la mafia rusa. Algunos de ellos vivían en España. A partir de esta entrevista y de un informe de la inteligencia de la guardia civil, la Fiscalía Anticorrupción española pudo ejecutar la mayor operación habida hasta el momento contra la mafia rusa en Europa.
De la cicuta al polonio, la química al servicio de la obsesión ancestral por hacer desaparecer al prójimo
De todas las formas de morir a manos ajenas, el envenenamiento es un continuo en la historia del mundo. Lo sabía Massiel cuando cantaba a dúo con el escritor y egiptólogo Terence Moix en la Televisión Española, en plena transición democrática, sin la férrea censura del franquismo, aquello de “yo tuve tres maridos y a los tres envenené con unas cuantas gotas de cianuro en el café“. Lo supo, a su modo, una británica llamada Mary Ann Cotton que en la mitad del siglo XIX eliminó al menos a 20 familiares con arsénico: ocho hijos, siete hijastros, tres maridos, un amante y su madre. Y lo sabe ahora mejor que nadie Adela Muñoz Páez, tanto por su condición de catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla como por ser autora del libro “Historia del veneno. De la cicuta al polonio”. La obra -me la recomendó mi sobrina Leyre, licenciada en Químicas, quien trabaja en un centro de investigación en San Sebastián, en el País Vasco- es pura inmersión venenosa, además de seguir la historia de los tóxicos ‘per se’, describe las cuitas de los vivos en cada tiempo y lugar, y consigue dejar pegado a la silla al lector con su relato de ese afán ancestral por hacer desaparecer al prójimo. Y por razones varias, resumidas en tres: poder, dinero o amor.
Adela Muñoz Páez, en las ‘enganchadoras’ páginas de su “Historia del veneno. De la cicuta al polonio” se hace un repaso desde los venenos de Estado para ejecutar a los condenados (como la cicuta empleada con Sócrates, el curare de los indios descrito por el conquistador Francisco de Orellana o el cloruro potásico del tiempo de los ayatolás en Irán) hasta el cianuro del que se sirvió, al parecer, el matemático Alan Turing para suicidarse; el talio en manos del asesino Graham Young en los años sesenta; o el polonio último de alta tecnología que mató en 2006 en Londres a Alexander V. Litvinenko, exagente del KGB. El ‘bardo’ de Vladimir Putin tuvo su dosis de protagonismo en esta historia para no dormir.
Vean a Sócrates en el momento de ser ejecutado, contado por Platón: “Sócrates se palpó también y dijo: ‘Cuando el veneno llegue al corazón será el fin’. Pronto empezó a ponerse frío de las caderas, y descubriendo entonces la cabeza, que ya se había tapado, dijo: ‘Critón, ahora me acuerdo que debo un gallo a Esculapio’. ‘Se pagará, no lo dudes -díjole Critón- ¿Quieres algo más…?’. Pero Sócrates ya no respondió…”.
Y por medio, entre uno y otro tiempo, desfilan ensaladas de asesinatos a la carta durante el Imperio romano; la proliferación de venenos en la corte del Rey Sol durante el siglo XVII (tan usados eran por nobles y plebeyos, que se instauró un tribunal especial para investigar su uso con fines criminales); las mil fórmulas secretas de los alquimistas o las pócimas de cientos de hechiceras medievales, herederas de las curanderas de la antigüedad, que luego serían cazadas y/o quemadas. Pero también hay aquí anillos ‘último recurso’ atribuidos a los Borgia; mucho amor recurrente por el arsénico (el rey de los venenos), que además fue medicina contra la sífilis y aún lo es contra la enfermedad del sueño; el cianuro, que alcanzó su récord de empleo en las cámaras de gas durante la II Guerra Mundial exterminando a miles de personas en horas, o la estricnina, asequible, que usada con maña por amantes despechadas y criadas resentidas era herramienta fetén.
Mandrágora, acónito, belladona, beleño, estramonio, opio, morfina… plantas, sustancias químicas y farmacológicas, pruebas, experimentos, nombres de grandes y pequeños investigadores encerrados en sus cocinas o laboratorios, escenas del crimen, situaciones descritas todas con fruición… Un festín. Y con parada en un siglo XX brutal de manos de la ciencia unida a distintos ismos: “Veinte siglos después de la muerte de Cleopatra, al final de otra guerra, el veneno puso fin a la vida de los vencidos, aunque de una forma mucho menos poética que la elegida por la reina egipcia”. Muchos nazis se suicidaron con ayuda.
En España no abunda la literatura de envenenamientos, al emplearse más la navaja y la tranca, más ‘lorquianas’
También aparece en la obra de la andaluza la España más arcaica: “No abunda la literatura sobre envenenamientos y quizá eso tenga dos causas: que aquí se haya empleado más la navaja en la liga o la tranca en la esquina, que las inmortalizó el granadino Federico García Lorca, en sus “Bodas de Sangre”, “Yerma”, “La casa de Bernarda Alba”, “Romancero gitano” o “Un poeta en Nueva York”. Y no está tan arraigada la afición a la literatura recopilatoria de estos sucesos… aunque entre finales del XIX y primeros del XX aparecieron en “El Caso” -un periódico ‘romántico’ no distante a ‘De peso’ de Quintana Roo- asesinatos por envenenamiento que muestran un panorama de la España de la época bastante sórdido, con sirvientas resentidas, amantes despechadas, mujeres maltratadas…”.
Casos de señoras de su casa como Josefa Gómez (1896, en Murcia) y su amante, acusado de la muerte del marido de ella y de la criada con estricnina. María Parra, ya en el XX, que asesinó por celos a su marido con una mezcla de la misma sustancia y golpes propinados con la pata de una silla. La pareja formada por Ángeles Mancisidor y Ramón de los Santos, amores juveniles que el azar junta y luego separa, casa con terceros y vuelve a reunir años más tarde (él ya viudo, ella aburridamente casada). Y deciden, tan natural, quitarlo de en medio con arsénico. Ellos se casan felices. El crimen perfecto. Pero, dos años después, él entra en una comisaría y dice: “He matado al marido de mi mujer y vengo a entregarme”. O Faustina Tavira en Guadalajara, en 1957, quien usó raticida para eliminar a su marido, Manuel Santamaría -no era familiar mío-. “El 30 de junio, Faustina prohibió a la criada que tomara café en el desayuno, diciéndole que a partir de entonces solo lo tomaría el matrimonio. La criada obedeció, afortunadamente para ella, pero Manuel se sintió indispuesto nada más tomarlo…”. Murió. Ella fue condenada. Estos son solo una pequeña muestra. “El matahormigas Diluvio, cuyo principio activo era el arsénico, o la estricnina para dar ‘bolilla’ a los animales que merodeaban por las fincas fueron unos aliados inestimables”.
Matarratas, abrillantador y DDT, ‘arma’ de la sirvienta asesina, inmortalizada en “El verdugo” de Luis García-Berlanga
Se cuentan las peripecias de criadas asesinas: Teresa Gómez, en Valencia, que quiso eliminar a toda competidora; María Domínguez, en Huelva, que trabajaba en la casa de un militar y tenía con él una relación íntima. Mató a la señora y a la nuera de la difunta. Fue ajusticiada luego con garrote vil. O el récord de precocidad asesina en esta categoría, en manos de una niña de 12 años apenas, Piedad Martínez, que conmocionó al país cuando mató a cuatro de sus hermanos menores en un mes, en 1965. “Usó una mezcla de cianuro presente en los matarratas y abrillantadores de metales y DDT, un insecticida clorado”. La última condenada a muerte en España también fue sirvienta, Pilar Prades, de Castellón, en 1959. Envenenó a su señora, y lo intentó con dos personas más. Los detalles de su ejecución los contó Rafael Azcona en “El verdugo” y los filmó el cineasta valenciano Luis García-Berlanga Martí.
El sueño del antídoto universal (el mitridatum) en cuyo hallazgo se empeñó Mitrídates VI, que pasó a la historia por ello, no se omite tampoco en este libro. Se convirtió él mismo en investigador y cobaya. Esclavos y prisioneros para probar tenía de sobra. “Diseñó desde joven un plan para sobrevivir a los posibles envenenamientos: tomar cada día pequeñas cantidades de toxinas… un principio similar al que siglos después llevaría al desarrollo de las vacunas”, cuenta la autora. Mitrídates supo sacar partido a sus conocimientos usando distintas sustancias contra el enemigo. Entre ellas, una suerte de miel envenenada y nafta, cuyo uso descrito como “ríos de fuego” pasa por la primera referencia en la literatura a un arma de guerra química. Obtuvo un brebaje cuasi perfecto, sí (perfecto no existe), pero de nada le sirvió al rey químico porque sucedió que, cuando quiso morir, ningún veneno le sirvió y hubo de pedir a un familiar que lo degollase: “Murió con hierro el que con veneno no pudo”.
Adela Muñoz se ‘olvidó’ en su libro de los gases de la guerra, cloro, gas mostaza, sarín, napalm y agente naranja
Dice Adela Muñoz, la autora, que ha dejado fuera los gases de guerra: cloro (I Guerra Mundial), gas mostaza (Rif), sarín (Irak), napalm y agente naranja (Vietnam), y los envenenamientos accidentales. “No solo los del Primer Mundo, como el de Seveso, con dioxina, en la Italia de los setenta, que dio lugar a una legislación más restrictiva en la construcción de fábricas; o en Minamata por mercurio, en la bahía japonesa homónima, en los cincuenta, que originó la prohibición de su uso, sino, sobre todo, los del Tercer Mundo, terribles y desatendidos, como el de Bhopal, en India, por isocianato de metilo, con casi 6.000 víctimas mortales. O los pozos envenenados por arsénico en Bangladesh, Chile, USA o China”.
Preguntada por otro tipo de tóxicos que no incluye, los químicos que han invadido nuestra alimentación, y de los que se ocupa otro libro reciente “Nuestro veneno cotidiano” de la francesa Marie-Monique Robin, dice: “Me preocupan no solo los venenos cotidianos, sino la información alarmista sobre ellos. Soy ardiente defensora del papel que la química juega en nuestras vidas, pero es evidente, es arma de doble filo. Somos los químicos y ciudadanos los que tenemos la responsabilidad de controlar sus efectos adversos”, asegura. Señala un dato incuestionable: la esperanza de vida se ha multiplicado por casi tres debido a los fármacos con los que contamos.
La química apoya la teoría de Sócrates que decía que “un hombre debe morir en paz, la buena muerte”
Además, la vida es más dulce. “A quien habla mal de la química le pido que imagine un dolor de muelas en el XIX sin más calmante que los opiáceos o una fractura abierta sin más anestésicos que el cianuro. Sin contar con que la mayor causa de muerte sigue siendo la transmisión de enfermedades por agua no potable: un poco de cloro bien usado cambiaría drásticamente la esperanza de vida en África y muchos países asiáticos”, indica. “Yo creo que un hombre debe morir en paz”, dijo Sócrates minutos antes de hacerlo contra su voluntad. Y de esta, de la voluntad, se ocupa el capítulo final, de la “buena muerte” y la eutanasia activa, a través de casos como el del Ramón Sampedro, gallego, inválido durante decenas de años, que pidió ser ‘envenenado’. Su caso fue llevado a la pantalla por el director vasco Alejandro Amenábar. El film, “Mar Adentro”, recibió un Oscar. Ramón fue interpretado por el actor español Javier Bardem, esposo de Penélope Cruz. Ahí la química también cuenta…
El juez acusa a Rusia y a Vladímir Putin por envenenar a Alexander Litvinenko, Londres abre una investigación pública sobre el asesinato con polonio-210 del exespía ruso en 2006, ‘thriller’ Alfred Hitchcock.
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