Por lo regular se asume que todas las personas o grupos que llegan a ocupar altos cargos públicos, en particular la titularidad del poder ejecutivo, ya sean alcaldes, gobernadores o presidentes de una nación conocen a fondo su oficio, el de gobernar, pero la historia nos demuestra que esto no es así.
Un primer ejemplo mexicano es la clase política posterior a la lucha por la independencia, Iturbide carecía de experiencia de gobierno, podía manejar a militares, pero construir un proyecto de nación o dejarse guiar por uno, era otra cosa. No en vano impuso al primer “imperio mexicano” una reproducción de la estructura aristocrática española pero dirigida por los criollos, solo moderada parcialmente por un parlamento.
El problema se agravó en las décadas posteriores al fallido experimento iturbidista; pequeños y constantes golpes de estado, el predominio caudillos militares y carismáticos como Santa Anna, la élite política estuvo luchando entre sí durante más de 20 años. Todo por imponer sus proyectos de nación, los cuales tampoco eran claros y mucho menos producto del consenso social.
Coincidían en construir un país sobre un modelo republicano, de influencia estadounidense, la disputa era sí este sería federal o centralista; con mucha autonomía para los estados o dominados por un fuerte poder central. Pero esta discusión tenía un trasfondo más relevante y con mayores consecuencias: la iglesia católica.
Esta institución religiosa fue uno de los principales retos para construir un Estado Nacional después de la independencia, controlaba enormes cantidades de dinero, abundante información –a través de las confesiones- y a la población; educación, rituales diarios y fechas conmemorativas estaban bajo el domino eclesiástico.
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El problema era que los conservadores tenían una alianza perversa con la Iglesia, dado que el modelo español había construido sus relaciones de dominación con mucha eficacia gracias al control ideológico de la religión. Esta producía súbditos, no ciudadanos, necesarios para un modelo republicano y burgués. Las élites nunca fueron capaces de sentarse y dialogar hacia donde iban, cómo y qué hacer con la herencia del pasado –que incluía la primera ruta marítima comercial global, la principal fuente de plata del mundo y por supuesto el papel político de la Iglesia Católica- en su lugar se destrozaron entre sí durante varias décadas.
Las dos invasiones que sufrió nuestro país en el siglo XIX, que le costaron la mitad del territorio y un atraso considerable -prácticamente no tuvimos revolución industrial- fueron responsabilidad de las élites políticas nacionales. En 1846 Estados Unidos decide atacar aprovechando la debilidad económica, política y militar que existía por el largo conflicto entre federalistas y centralistas, de acuerdo a las recomendaciones del embajador Poinsett. La única institución con recursos suficientes para prestarle al gobierno mexicano de la época, se negó a hacerlo hasta que fue demasiado tarde, por ser opositora al grupo en el poder, era la Iglesia. Los estados enemigos del Presidente de la República se negaron a enviar tropas. El segundo caso es más evidente y dramático; los conservadores mexicanos derrotados por los liberales juaristas fueron a solicitarle a Maximiliano de Habsburgo que fuera el emperador de México con el apoyo del ejército francés de Napoleón III. Las tropas de Francia mientras invadían y destruían nuestro país, siempre estuvieron apoyadas y acompañadas por ejércitos conservadores.
La intensa lucha entre élites reformistas y conservadoras en el siglo XIX no fue un hecho exclusivo de México, fue un fenómeno en toda América Latina, los criollos destruyeron casi toda su herencia económica y política para terminar siendo naciones dependientes, directa o indirectamente, de Estados Unidos.
Esta carga no se aligeró en el siglo XX, el acelerado desarrollo industrial y económico norteamericano, el contexto de la guerra fría y la falta de desarrollo educativo de nuestras élites, tanto en nuestro país, como al sur del continente, generaron una clase gobernante que no dirigió a sus naciones en términos nacionalistas, geopolíticos o a largo plazo, solo en muy contados casos, sin duda en México destacaría el período cardenista.
Pero quizá pocas épocas han mostrado niveles tan bajos de conocimiento histórico-político tanto en la teoría como en la práctica, que los regímenes recientes. Los dos sexenios panistas y el último del PRI de principios del siglo XXI, mostraron a nacionales y extranjeros que regresó al poder una élite que no sabía gobernar. Aceptaron sin análisis ni cuestionamientos un proyecto de nación desarrollado en Estados Unidos imposible de materializar, debilitaron nuestras estructuras económicas, nuestros sistemas de control político y social, nuestros modelos educativos, permitieron el nacimiento de un poder delincuencial, y terminaron sin comprender nada de lo que había sucedido. Pocas veces la palabra estadista estuvo más lejana de un grupo político.
Ahora los mexicanos, Estado y sociedad, debemos reconstruir nuestro proyecto de Nación, corregir el camino, en este sendero hay que tener claro que resulta sumamente costoso tener una clase dirigente que no tenga el conocimiento necesario para llevar a una nación, con tantas cualidades como la nuestra, a buen puerto.