La fama puede ser corrosiva. Su coordinación con la vida diaria se ve truncada cuando la ilusión efímera de ser conocido más allá de las personas que te rodean, supera todas las prioridades de una persona. El reconocimiento pertenece únicamente a los que sobresalen en sus respectivos rubros, pero fama puede obtener cualquiera.
Charles Manson recibía regalos de fanáticos y la visita de personas que querían ser instruidas por él en persona. Varg Vikernes, el metalero anti Dios que quemó iglesias y mató personas en nombre de Lucifer, encontró el amor detrás de las rejas y hoy es un hombre casado que ya no lleva al extremo ninguna de sus tendencias satánicas. Juana Barraza Samperio, la “Mataviejitas”, fue inmortalizada en un capítulo de una serie televisiva en la cuál la pintaron como una mujer que tuvo que recurrir a tales extremos para sobrellevar su dolorosa vida.
Así, entre crímenes vueltos arte, como los transformaba José Guadalupe Posada en sus grabados durante el Porfiriato o las series y telenovelas, cuyos antagonistas justifican sus crímenes en el amor, vivimos en una cultura que enaltece la sangre. Le tenemos un culto peculiar a la muerte, a la cuál le damos cierto toque humorístico que nos ayuda a sobrellevarla de manera positiva.
En México hay una cultura del crimen y sangre que se convierte en una tradición que divierte más que otra cosa y nos enseña a no perder el humor ni siquiera en los peores momentos. Pero, ¿qué tan conveniente es esto en un país en el que cada día ocurren 6 feminicidios o en el que 2017 significó el arranque de año más violento, con 1930 homicidios?
Ahora, al igual que hace 20 años, la delincuencia ha jugado un papel importante en la cultura popular. Se conocen criminales como Lola “la Chata”, Bernabé Jurado y hasta “el Chapo” Guzmán y aunque pueden atemorizar al ciudadano por un momento, son parte del imaginario colectivo en donde se transforman en historias de las vivencias diarias de un mexicano promedio.
De ahí que “El Mochaorejas” se volvió un delincuente que más que terror, causaba gracia. Escuchar su pseudónimo sacaba una sonrisa y verlo en las pantallas de la televisión lo hacía solamente más cómico. Así lo planteaban los medios, un hombre originario de Nezahualcóyotl que se dedicó a varios oficios antes de llegar al que le daría fama internacional como criminal: secuestrador.
El nacimiento de un asesino
El 22 de julio de 1958, Neza vio nacer en el seno de una familia humilde a un pequeño que crecería abochornado por tanta carencia: Daniel Arizmendi. Trabajó en la fábrica de su padre en la que hacían bufandas y chambritas de lana. Más tarde, luego de su matrimonio y su fracaso escolar, trabajó haciendo ligas y posteriormente, como empleado en la Secretaría de Marina, donde hacía de todo un poco, desde cortar los hilos de las mochilas hasta cuidar autos.
Sin embargo, una familia a cuestas y necesidades básicas en una lista creciente, le obligaron a encontrar un mejor empleo. Así, de recomendación en recomendación llegó a la policía estatal, donde conoció a un hombre que le explicó su modus operandi robando autos. Luego de un recorte de personal del cuál fue víctima, dejó la policía y se dedicó a robar coches de la misma manera que aquel detenido.–
De robacoches a secuestrador
Fue detenido una vez y encarcelado por 5 meses en 1990 junto a su hermano y algunos amigos, sus cómplices. Luego de pagar una fianza de $75,000 siguió en la senda del crimen. Robaba autos con ayuda y protección policiaca ya que un judicial, de nombre Juan Fonseca Díaz, que laboraba en la PGR, sabía del “negocio” de los Arizmendi y sus amigos. Dicha empresa comenzó con el robo de autopartes para terminar en un negocio que ofrecía automóviles de todo tipo.
Pero lo que realmente lo llevó a alcanzar el potencial económico que tanto había anhelado era el secuestro, al grado de involucrarse y comenzar una de las carreras delictivas más prolíficas y sangrientas de la historia reciente. Si bien no fue pionero en el “oficio” de sustraer personas y pedir una recompensa por ellas, sí se convirtió en un referente obligado, dueño de una de las rachas más largas ejerciendo tal ilícito.
Se convenció de hacerlo cuando la sobrina de su esposa le comentó que en Cuernavaca habían secuestrado a una chica por la que pidieron un millón de pesos. Ante el llamado, la familia no titubeó y los dio. Así, retiró del robo de autos a toda la banda que contaba con Aurelio, Joaquín Parra Zúñiga y un hermano de éste, Raciel “El Rachi” y los hermanos Paz Villegas.
La primera víctima y el ascenso de la crueldad
Su primer secuestro fue el de Martín Gómez Robledo, dueño de una gasolinera a quién se llevaron en una van por la Autopista México-Puebla a su guarida, un lugar que usaban como refugio para guardar los autos robados. Lo encerraron en el baño desnudo y atado de pies y manos, con los ojos vendados, sin alimento ni agua. Exigió un millón de pesos a negociar y terminaron recibiendo la nada despreciable cantidad de $350,000.
Al ver que el negocio no funcionaría del todo bien si trataba la cuota, Arizmendi optó por medidas mucho más rígidas. Así que en su séptimo secuestro, le cortó una oreja a Leobardo Pineda, dueño de varias bodegas en Ixtapaluca. Se la envió a su esposa y ella, temerosa le recriminó el hecho. Daniel Arizmendi le respondió de la manera más tranquila que pudo haber ya que “desde el principio no me gustó insultar a las personas con quienes negociaba. Ya era suficiente con tener a sus familiares secuestrados”.
Entre su maldad, decía tener un poco de humanidad. Fue entonces que encontró la manera de obtener el capital que tanto anhelaba sin necesidad de amenazas verbales, sino mutilando a sus víctimas y dejándoles su propia marca: no les cortaba un dedo o una parte de la piel, tampoco era tan malvado como para quitarles una pierna o un brazo, pero sí algo sutil y atemorizante, como una oreja.
Daniel Arizmendi era exitoso, pero de actitud “humilde”. El periódico Reforma contabilizó 47 millones de dólares, 25 casas, 43 millones de pesos hallados en una caja de su residencia de Cuernavaca, 601 centenarios, y 50 supuestas víctimas. El secuestro deja dinero y es una adicción casi como la que se puede tener al alcohol o a las anfetaminas:
«Yo creo que sí volvería a empezar. Aunque tuviera 100 millones de dólares lo volvería a hacer. Secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar, ahora le corto una oreja a este cuate y va a pagar. ¡Y pagaban! No sentí nada ni bueno ni malo, al mutilar a una víctima; era como cortar pan, como cortar pantalones»
Más tarde, la mutilación ya no era la principal característica del ya conocido “Mochaorejas”, también el homicidio a sangre fría:
«Cortar orejas era normal para mí, ni me daba miedo ni me daba temor. Como si fuera una cosa normal. Matar, secuestrar, todo es normal»
La tan temida y al mismo tiempo, deseada fama, se convirtió en la cruz del calvario de Arizmendi quien gozaba de popularidad; pero al mismo tiempo su trabajo peligraba gracias a que cada vez había más personas que lo identificaban y cada vez se escuchaba mas de él. De igual manera el mote de “Mochaorejas” era un tema para romper el hielo en cualquier situación.
La banda dejó de lado esa “humanidad”con la que se intentaban vender y los secuestros se hicieron cada vez más violentos, incluían las clásicas mutilaciones, asesinatos a sangre fría y burlas a las familias que dieron como resultado una población aterrada. Conforme las noticias sobre su forma de actuar se viralizaron, el grupo delictivo se debilitó cada vez más hasta que el 17 de agosto de 1998, elementos de la policía Judicial del Estado de México detuvieron a Daniel Arizmendi y compañía en Naucalpan.
En la captura aseguraron 30 millones de pesos, 600 centenarios y más de 500 mil dólares. Posteriormente, en 2005, el “Mochaorejas” fue sentenciado a 50 años de prisión por los delitos de privación ilegal de la libertad, delincuencia organizada, posesión de armas de fuego y homicidio calificado.
Entre rezos que suplicaban a Dios ayudara al negocio, más no al dolor de las víctimas y las constantes huidas, peleas y miedos, Daniel Arizmendi consiguió amasar una fortuna que no pudo disfrutar con su familia, ni siquiera solo o con su banda. Simplemente tuvo el placer de saciar su sed de sangre y violencia, calmar su adicción por ultrajar personas y lucrar con su dinero.
[smartads]
El “Mochaorejas” se quedará en el imaginario del México moderno como el secuestrador que mutilaba cruel mente a sus cautivos, un personaje de barrio que a través de la violencia, el crimen y la corrupción logró hacerse de una fortuna. Pero también como otra víctima de la avaricia que habita (en mayor o menor medida) dentro de cualquier persona.
FUENTE: CULTURA COLECTIVA