Jorge Durand, antropólogo social, encontró pruebas de cuando los japoneses cruzaban a Estados Unidos desde México sin permiso de las autoridades.
La frontera entre EU y México es la más porosa del planeta. Cada día, un millón de almas y medio millón de vehículos pasan por los 58 puestos regulados. Cada minuto, un millón de dólares fluye entre los dos países. Sin contar los migrantes sin documentación que se juegan la vida ayudados por los coyotes (gente que se dedica al tráfico ilegal de personas) para llegar a EU en busca de una vida mejor.
La inmensa mayoría son mexicanos y centroamericanos que huyen de la falta de empleo o de la violencia en sus comunidades de origen. Aunque hoy parezca mentira, hubo un tiempo en que los japoneses también cruzaban a Estados Unidos desde México sin permiso de las autoridades.
El antropólogo social Jorge Durand se encontró con estas pruebas durante una estancia en la universidad de Chicago. En la biblioteca Rigenstein, donde le gustaba ir al acabar sus clases, curioseando en su sección de microfilms, dio con una serie de documentos que iban del 3 de enero de 1905 al 7 de octubre de 1911.
Eran cartas y reportes administrativos que atestiguaban este tránsito migratorio y la existencia de un malvado coyote japonés en los últimos años del Porfiriato, antes de que los mexicanos hicieran su Revolución.
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“Estimado señor: Debo reportarle el contrabando de los inmigrantes japoneses hacia Estados Unidos y pido su ayuda para liberarlos de los responsables», comienza una de las misivas, firmada por Rychei Otsuka y fechada el 4 de octubre de 1907. “A continuación contaré lo que sucede detrás del letrero de la Agencia Japonesa, colgado en la calle principal de Ciudad Juárez”.
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El texto relata como Yoshisada Nonami, miembro de la Compañía Transoceánica de Emigración, trató de monopolizar el negocio de entrada de migrantes japoneses desde México, saltándose las regulaciones vigentes. Entonces estaba activa en EU la Ley de Exclusión de Chinos y un acuerdo migratorio con Japón, conocido como el “Gentlemen’s Agreement”.
Ambas limitaban la entrada de migrantes orientales en el país norteamericano. En México había un tratado de amistad desde 1897 y fueron llegaron siete oleadas de japoneses, la mayoría a trabajar en la construcción del ferrocarril, las minas o las haciendas. El 70 por ciento eran hombres y la mayoría, escribe Durand, acabó cruzando a EU.
“En principio corrompió a los oficiales de Inmigración y más adelante se ganó la confianza de la policía y otras oficinas, así que el señor Nonami es llamado el cónsul japones por la gente de los pueblos de frontera”, continua la carta de Otsuka. “El banco y la oficina de correos de Ciudad Juárez lo confundieron con un cónsul y dejaron de pagar el dinero enviado a los inmigrantes japoneses por sus amigos”. A no ser, claro, que llegase por la Agencia Japonesa —donde Nonami tenía su despacho—, que estaba regentada por su esbirro, Genji Hasegawa.
Los migrantes japoneses quedaban cautivos entonces de Nonami y Hasegawa y debían pagar cantidades desorbitadas de dinero para que les ayudasen a pasar. Unas cartas hablan de 60 dólares. Otras de 120. «Es evidente a dónde va todo el dinero si se observan las relaciones entre Nonami, Hasegawa y los oficiales de Inmigración», exclama Otsuka, “¡Se divide entre ellos!”.
Otro documentado, firmado simplemente por “un inmigrante japonés”, cuenta que Nanomi envía cartas y agentes a reclutar japoneses a Chihuahua, asegurando que va a ayudarles a entrar en EU. “Entonces los hombres vienen hasta Ciudad Juárez, se alojan en la casa, un cuarto de la clase más baja, sin piso ni cama; les cobra diez centavos cada noche y les trata como animales”. Si no tienen dinero, los echa y los deja en Juárez, sin hablar el idioma, sin amigos, en la más absoluta pobreza.
Si en todas las historias hay un héroe, en esta es el señor Matsunaga. El mismo migrante desconocido que denuncia los tejemanejes de Nanomia lo describe como “un hombre bueno y honesto”, que “desde el momento en que supo de las malas acciones de Nonami, decidió ayudar a los migrantes y puso una casa para alojarlos con una cuota moderada por sus servicios”.
Si Nonami iba todos los días a la estación de ferrocarril a buscar a los migrantes, allí acudía también Matsunaga, llegando a tener «problemas graves con frecuencia». Decidido a acabar con su rival, Nonami pide ayuda a sus amigos, los agentes estadounidenses, y le fuerzan a cerrar su hostal por falta de fondos.
En una entrevista, llevada a cabo por el inspector de Inmigración de San Antonio, Charles L. Babcock, Matsunaga declara que el objetivo de la Agencia Japonesa era “ayudar a japoneses a entrar a Estados Unidos, cobrándoles una cantidad considerable”. Aunque Matsunaga dice desconocer si Nonami soborna a los agentes fronterizos, sí cuenta una anécdota reveladora. El mismo día, la Agencia Japonesa y él mandaron migrantes a la oficina de Inmigración. Los suyos tuvieron que esperar mucho tiempo; los de la Agencia pasaron rápido.
La investigación llevada a cabo por Babcock reporta invitaciones a corridas de toros, a cenas, puros… por parte de Nonami a los oficiales de Inmigración. También una conversación escuchada en Ciudad Juaŕez entre su esbirro Hasegawa y otro asociado en la Agencia Japonesa.
—¿Cómo los vas a pasar?
—No te preocupes por eso. He arreglado bien las cosas. Van a decir que son comerciantes y que perdieron sus pasaportes. Seguramente van a pasar. Tendremos que esperar hasta que ese grupo vuelva a ponerse a trabajar.
—¿Y el negocio chino que habías mencionado?
—Ese negocio todavía no está listo. Hay 15 chinos y obtendríamos $9 mil de yenes ($4 mil 500 en oro) para pasarlos. Mi plan es hacer que se corten el cabello como los japoneses y mandarlos como si fueran japoneses.
—Hay mucho dinero detrás de ese negocio.
Según los documentos, Nonami recibió su castigo. Fue detenido y mandado de vuelta a Japón. De Matsunaga sólo puede inferirse que siguió viviendo en El Paso. Puede que abriese un restaurante. O una tienda de ultramarinos. Esas fueron sus ocupaciones antes de enfrentarse a al villano Nonami y quedar retratado en los escondidos microfilms de la biblioteca Rigenstein de Chicago.
Fuente: Sin embargo