La capacidad de entrega es la característica esencial de la mujer: es la base de todas las demás facultades, como la de apertura, absorción, acogida. La capacidad de entrega exige también la renuncia a la actuación activa. Examinemos los símbolos de la feminidad: la Luna y el agua. Ambos renuncian a irradiar y emitir como sus polos opuestos, el Sol y el fuego. Por ello, son capaces de absorber, acumular y reflejar la luz y el calor. El agua renuncia a la pretensión de poseer forma propia: adopta cualquier forma. Se amolda, en entrega.
La polaridad Sol y Luna, fuego y agua, masculino y femenino, no lleva implícita valoración alguna. Toda valoración sería absolutamente improcedente, ya que, por sí solo, cada polo está incompleto: para estar entero necesita del otro polo. Ahora bien, esta calidad de entero sólo se consigue cuando ambos polos representan plenamente su peculiaridad específica. En muchas reinvindicaciones emancipadoras se pasan por alto fácilmente estas leyes del arquetipo. Sería una tontería que el agua se quejara de no poder arder ni brillar y por ello se sintiera inferior. Precisamente por no poder arder puede recibir, capacidad a la que el fuego tiene que renunciar. Uno no es mejor ni es peor que el otro, sólo es diferente. De esta diferencia entre los polos surge la tensión llamada «vida». Nivelando los polos no se consigue eliminar oposiciones. La mujer que acepte y viva plenamente su feminidad nunca se sentirá «inferior».
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La «no reconciliación» con la propia feminidad subyace en la mayoría de los trastornos menstruales y en muchos otros síntomas del campo sexual. La entrega, la adaptabilidad, siempre es difícil para el ser humano, exige renuncia a la propia voluntad, al yo, al predominio del ego. Uno tiene que sacrificar algo de su ego, una parte de sí, y esto es lo que la menstruación exige de la mujer. Porque, con la sangre, la mujer sacrifica una parte de su fuerza vital. La regla es un pequeño embarazo y un pequeño parto. Y, en la medida en que una mujer no esté conforme con esta «regla», se producirán trastornos y dolencias menstruales. Éstos indican que una parte de la mujer (por lo general, inconscientemente) se rebela ya sea a la regla, al sexo o al hombre, o a todo ello. Precisamente a esta rebelión, «yo no quiero», apela la propaganda de las compresas y tampones, prometiendo que, si empleas el producto, serás libre y podrás hacer todo lo que quieras durante el periodo. La publicidad explota hábilmente el conflicto básico de la mujer: ser mujer, sí, pero no aceptar lo que trae consigo la condición femenina.
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A la que sufre dolores menstruales le duele ser mujer. Los problemas menstruales denotan problemas sexuales, pues la resistencia a la entrega que se manifiesta en el trastorno menstrual delata un agarrotamiento de la vida sexual. La que se relaja en el orgasmo se relaja también en la menstruación. El orgasmo es una pequeña muerte, lo mismo que el sueño. También la menstruación tiene algo de muerte: unos tejidos mueren y son expulsados. Pero morir no es sino la invitación a superar las limitaciones del yo y sus ansias de dominio y dejar que las cosas sigan su curso. La muerte sólo es una amenaza para el ego, nunca para el ser humano en sí. El que se aferra al ego experimenta la muerte como una lucha. El orgasmo también es una pequeña muerte, porque exige desprenderse del Yo. Y es que el orgasmo es la unión del Yo y el Tú, lo cual presupone la apertura de la frontera del Yo. Quien se aferra al Yo no experimenta el orgasmo (lo mismo ocurre cuando se quiere conciliar el sueño, como se verá más adelante). La afinidad entre muerte, orgasmo y menstruación debería estar clara: es la capacidad de entrega, el estar dispuesto a sacrificar una parte del ego.
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No es de extrañar, pues, que, como ya hemos visto, las anoréxicas no menstrúen o padezcan trastornos menstruales: es el ansia de dominio reprimida lo que les impide aceptar la regla. Tienen miedo de su feminidad, miedo de la sexualidad, de la fertilidad y de la maternidad. Se ha comprobado que en situaciones de gran angustia e inseguridad, catástrofes, cárcel, campos de trabajo y campos de concentración suelen producirse faltas de la menstruación (amenorrea secundaria). Y es que, desde luego, tales situaciones, lejos de fomentar el tema de la «entrega», inducen a la mujer a adoptar actitudes masculinas de actividad y autoafirmación.
Hay otro aspecto de la menstruación que no debemos pasar por alto: el flujo menstrual es expresión de la facultad de tener hijos. La menstruación produce reacciones distintas, según la mujer desee tener un hijo o no. Si lo desea, le indica que «tampoco esta vez pudo ser». En este caso, el período provoca molestias y mal humor. La regla se acusa «con dolor». Pese a su deseo de tener hijos, estas mujeres suelen utilizar métodos anticonceptivos, aunque poco fiables: es el compromiso entre la inconsciente ansia de maternidad y el afán de procurarse una coartada. Si la mujer teme quedar embarazada, espera la regla con ansiedad, lo cual es el medio más seguro para producir un retraso. El flujo suele ser entonces abundante y prolongado, circunstancia que también puede utilizarse para rehuir el sexo. Básicamente, la regla, como cualquier síntoma, puede esgrimirse como instrumento ya sea para eludir el acto sexual, ya para reclamar atenciones y mimos.
La menstruación es determinada físicamente por la interrelación de la hormona femenina estrógeno y la hormona masculina gestágeno. Esta interrelación corresponde a una «sexualidad a escala hormonal». Si esta «sexualidad hormonal» se perturba, se trastorna también la regla. Esta clase de anomalías difícilmente se subsana con la administración de hormonas medicamentosas, ya que las hormonas son exclusivamente representantes materiales de las partes del alma masculina y femenina. La curación sólo puede hallarse en la reconciliación con la propia condición sexual, ya que éste es requisito indispensable para poder realizar en sí el polo del sexo opuesto.