El amor en la filosofía es esencialmente un sendero espiritual que converge con la sabiduría en la divinización del ser humano. Así el deseo ardiente de fusión o conversión en el amado encuentra su único cauce posible: dejar de ser un individuo para ser el uno que es todo
La locura de un hombre que, al ver la belleza aquí en la tierra, y al ser recordado de la belleza verdadera, se vuelve alado…
Sócrates, Fedón
La función esencial de la filosofía –según la tradición platónica– no es del todo disímil a la función de la alquimia. Leemos en el Fedón que Sócrates le dice a Simias que «el filósofo es aquel que más que cualquier hombre libera el alma de su asociación con el cuerpo» y que «la sabiduría en sí misma es una forma de depuración o purificación», en preparación para la muerte, como ha sido establecido en los ritos místicos, puesto que «quien arriba [a la muerte] purificado e iniciado morará con los dioses». En el Lexicon Alchemiae de Martin Ruland leemos una escueta pero significativa definición de alquimia: «es la separación de lo impuro de la sustancia pura».
Creemos aquí que esta separación de lo impuro de lo puro o del cuerpo del alma es lo que se busca en la filosofía pero también en el amor, aunque el amor haya sido cooptado por toda una maquinaria de propaganda y deseo consumista que confunde diferentes emociones y que reduce su significado y alcance filosófico, si bien lo convierte en una especie de panacea existencial. El amor más allá de modas o conceptos, como una fuerza cósmica, converge con la alquimia de la filosofía. El amor en la teología órfica es el protogonos, Eros, el primero en nacer en el espacio, conocido también como Fanes, la Luz, la irradiación del huevo cósmico entrelazado por la serpiente.
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En el arrobo propio del místico, el sacerdote y paleontólogo Teilhard de Chardin afirmó que el amor era aquello que transforma las cosas en espíritu, y que derrite la materia hacia su esencia luminosa (lo que separa el ghee de la mantequilla, parafraseando a Nagarjuna). Curiosamente Teilhard de Chardin, dentro de su cristianismo no ortodoxo (adorando fervientemente a un Cristo cósmico), creía en la evolución del ser humano y del planeta mismo y veía la historia como la evolución hacia el espíritu a través de la materia: «La Materia [es] matriz del Espíritu. El Espíritu, estado superior de la Materia». Aquello que energiza este proceso, lo que tensa esta flecha evolutiva, es el amor. La materia es el vientre impregnado por el espíritu, este es el símbolo del cáliz o Santo Grial y también de la Isis del templo de Sothis, donde, según Proclo, se decía: «El fruto de mi vientre es el Sol». El Sol que es el padre es el hijo, así Horus y Osiris son el otro y el mismo.
Quiero regresar a esta idea de integración entre el amor y la sabiduría, no como dos principios en oposición, sino como una alquimia de lo afín, una prístina identidad en el «corazón de la materia» o en el «trono del loto». Si bien entendemos hoy la filosofía como «el amor a la sabiduría», podemos intercambiar y aparear en todos sus órdenes y relaciones al amor y a la sabiduría y no caeremos en un error sino que estaremos entrando en la zona de influencia de una divina sizigia. Para la tradición de filósofos que en cierta forma tiene su primera expresión histórica en Pitágoras, quien acuñó el término para describir su labor, el conocimiento no podía separarse de la práctica o la puesta en acción de ese conocimiento, lo cual era la medida de la verdadera sabiduría –podemos decir que esa aplicación del conocimiento a la vida es la virtud, la compasión o el amor, todos los cuales pueden ser sinónimos. Más allá de despampanantes discursos lógicos y pirotecnias verbales no existe filosofía sin conocimiento del amor o aplicación del conocimiento para el bien de los demás. Esta es la ley de oro en la religión como en la filosofía. El secreto tanto en el amor como en la filosofía es que al conocer algo o a alguien uno se convierte en ese otro que conoce. El mismo misterio de la transmutación de los metales –que va de lo más denso a lo más refinado (o espiritual)– se extiende a la filosofía y al erotismo.
Esta unidad es entendida de la manera más sutil por el símbolo de la rosacruz de la Fraternidad Rosacruz (AMORC: Antigua Mística Orden Rosæ Crucis). Un lema rosacruz dice: «que las rosas florezcan en tu cruz», algo que parece ser una forma de decir que el amor corone la sabiduría y que la labor intelectual dé frutos, que la luz se haga vida. En uno de sus misteriosos manifiestos se dice que existen dos caminos que llevan al conocimiento de Dios: la sabiduría y el amor. En realidad, toda la filosofía rosacruz implica que estos dos senderos son uno mismo, lo cual es simbolizado en la imagen de la rosa-cruz. La cruz es identificada con la luz, el Logos, la sabiduría y la verdad; la rosa con la vida, el corazón, con la belleza y la bondad. Platón dice que el Logos se imprime en el espacio con la forma de una cruz. La cruz también simboliza el descenso del espíritu al mundo material (el espíritu divino que se sacrifica en el espacio) y al encontrase con la rosa, por lo tanto, marca su florecimiento de regreso hacia el origen divino. Podemos leerlo también así: el espíritu nace al mundo para conocer (tener la experiencia de la conciencia) y renace a su divinidad a través del amor. El estudioso de la sociedades secretas Robert Anton Wilson escribió: «Cuando la rosa y la cruz se unan el matrimonio alquímico se completa y el drama termina. Entonces nos despertamos de la historia y entramos a la eternidad». Este hierosgamos es también la unión de la mente con el corazón (el corazón siendo la morada del espíritu en el hombre).
Hemos visto brevemente lo que es la filosofía desde la perspectiva platónica, ahora veamos lo que es al amor desde la perspectiva de Platón y su escuela. De entrada hay que decir que el amor platónico no es el amor que encuentra su compleción en otra persona sino que a través de la belleza y de lo bueno que hay en otra persona se eleva hacia lo divino, que es lo único realmente capaz de llenar la carencia que ejemplifica que la madre de Eros sea Penia. Se dice que el amor platónico es un amor idealizado pero lo es en el sentido no de la fantasía o de la imaginación meramente, sino en que ve más allá de las apariencias para contemplar las ideas que son eternas y sólo encuentra sosiego en lo que trasciende lo mortal, lo material y lo temporal. En El banquete, Platón expone diferentes posturas sobre la naturaleza de Eros, pero generalmente se entiende que la más afín a su filosofía es la que cuenta Sócrates a través de la sacerdotisa Diótima. Se explica ahí que Eros no es un dios sino un daemon, un enlace numinoso entre el mundo humano y el mundo divino, y por lo tanto el amor funge como una fuerza ascendente que eleva el alma (una anábasis o teúrgia) hacia planos espirituales. Observa que el mismo instinto que llama hacia la procreación –lo que hoy podríamos llamar la libido– tiene su contraparte más sutil en un deseo de procrear y engendrar belleza. La belleza siendo lo propio del alma y esencia del cosmos. Dice Diótima que «El amor es el deseo de siempre poseer el bien», por lo tanto es una especie de instinto sublime hacia la inmortalidad y hacia la integración divina (ya que lo bueno es la cualidad principal de la divinidad).
Mientras que el cuerpo se perpetúa a través de la procreación material, el alma se perpetúa a través de una procreación espiritual: el hijo del amor del alma es la vida eterna. Esto que el alma engendra a través del amor es la belleza, la cual es esencia coeterna del alma, idea refulgente en la mente divina. El amor es deseo de belleza y persiguiendo esta belleza el alma, sobre las alas del amor, emprende un viaje ascendente hacia las esferas de las estrellas, que representan la belleza y la inteligencia (el mundo angélico y la memoria de su esencia), así liberándose de la prisión de la materia. «Debemos subir del cuerpo al alma, del alma al ángel, y del ángel a Dios», dice Marsilio Ficino en su comentario a El banquete.
El amor platónico reconoce que los cuerpos son solamente sombras de una realidad divina espiritual y trasciende su amor por un hombre o una mujer para, a través de éstos, conocer lo universal. Como dice Diótima, de la belleza en un individuo se concentra en la belleza en sí misma, en el rostro del amado alcanza a atisbar una forma imperecedera, el resplandor del alma que se transparenta en el cuerpo. El amor a un cuerpo es mortal; pero el amor divino es inmortal y esto es justamente la motivación del amor: la inmortalidad, poseer lo bueno siempre. El proceso culmina en una especie de uróboros. Nos dice Marsilio Ficino: «El fin del amor corresponde a su principio». Así todo amor es un deseo de retornar a la fuente. El viaje del solo al Solo, como famosamente describió Plotino el viaje del alma hacia el Uno. Y se cumple finalmente el deseo precario que nació en la inflamación de la belleza de un hombre o una mujer, de fundirse en otro, de poseer al amado, de la única forma que puede hacerse. Esto es, siendo poseído por el amor mismo, como una chispa devorada por el fuego creativo del cosmos entero; yendo así de lo personal hacia lo universal y por lo tanto despersonalizándose, tanto de la propia individualidad como de un amor individualizado. El individuo muere –se sacrifica en el altar del amado– para poder franquear la barrera que lo separa y el sujeto se convierte en el objeto, y se encuentra existiendo en todas partes al mismo tiempo, como el latido mismo de la eternidad en el espacio.
Para redondear esta idea del amor como un principio espiritual, teúrgico, extático o apoteósico, quiero mencionar algunos puntos en común que existen entre la concepción erótica platónica y la forma en la que el budismo entiende el amor. Ambas tradiciones consideran que el amor es una vía regia a la iluminación. En el budismo encontramos el amor fundamentalmente en su expresión de compasión –un amor también que no se individualiza sino que se mueve hacia universales. Así por ejemplo, el bodhisattva decide posponer indefinidamente su liberación para entregarse al servicio de todos los seres sintientes, en ese acto anulando todo interés personal. Por el contrario, el amor común y corriente, nos dice el maestro Thinley Norbu Rinpoche, «que emerge de una mente dualista» no puede ser «profundo ni duradero» puesto que «depende de circunstancias temporales».
Si no creemos en la continuidad interminable de la mente, sólo podemos considerar las circunstancias inmediatas de nuestras conexiones con otras personas, rechazando o aceptándolas según van cambiando en conformidad con lo que es más conveniente para nosotros. El amor ordinario que emerge de los resultados kármicos de los hábitos puede parecer tener las cualidades de ser leal, genuino y estable, pero estas cualidades sólo enmascaran el potencial de que las cualidades opuestas de insinceridad, deslealtad e inestabilidad surjan cuando las circunstancias cambien… Cuando nos sentimos solos y queremos ser amados, mostramos amor a los demás para recibir amor de ellos, pero cuando estamos satisfechos, nos olvidamos de los otros. Este no es el amor duradero y continuo. No causa la compasión imparcial de los bodhisattvas porque depende de nuestro deseo personal egoísta.
Ya que la naturaleza del mundo ordinario es el samsara (la impermanencia), el amor que se dirige hacia un ser impermanente es un amor incierto, sujeto a las vicisitudes del mundo, a los cambios y a las veleidades de la persona amada y del yo que cree amar. Esa alquimia del amor que trastoca a la persona amada con la fantasía y hace oro de su persona, prontamente, cuando el hechizo se pierde –y las endebles circunstancias cambian– la transforma en mierda, en una vehemente oscilación de opuestos. Pero es posible amar aquello que no es impermanente en la persona, aquello justamente que no es la persona, pero que es el ser verdadero en ella, que siempre ha sido y nunca dejará de ser. El budismo rechaza la creencia en un alma individual o en una divinidad creadora absoluta, pero no es ciertamente una filosofía o una religión nihilista, por el contrario: la mente como expresión de la sabiduría infinita de Buda, como un espejo del espacio inmaculado o Dharmakaya, es la eternidad misma, el juego de la aparición sobre el vacío.
Si creemos en la continuidad de la mente, nuestro amor por los otros se vuelve continuo. Si reconocemos esta continuidad, no confiamos en circunstancias tangibles y temporales ni las tomamos demasiado en serio…
Si podemos evitar aferrarnos a los demás con el miedo egoísta de perderlos o con la esperanza de poseerlos con nuestra mente ordinaria dualista e inconsciente, entonces la energía del amor se incrementa y su cualidad de dar energía a los demás se abre y se expande…
En el mismo texto, «White Sail», Thinley Norbu Rinpoche sugiere que la esencia del amor es dar energía y que «su intención debe ser la misma que la de la fe: llevar a la iluminación, lo cual nos libera del sufrimiento del amor mundano superficial». En la tradición budista, el amor encuentra su más sublime expresión en el juramento del bodhisattva que ha prometido vaciar el samsara: «Hasta que el miserable lamento del sufrimiento de todos los seres no cese, la enfermedad del bodhisattva no se cura», se dice. Este amor incondicional no puede más que nacer de la sabiduría, de la profunda certeza en el corazón de que la separación es una ilusión y que todos los seres son una misma cosa, un único cuerpo sin límites, unidad entre el cielo vacío y los fenómenos que se despliegan en su lienzo radiante. El maestro Cheng Kuan de la secta budista Hua-yen dice:
Es debido a que todas las cosas son meras manifestaciones de la Mente, que todos los dharmas pueden fusionarse el uno en el otro en el reino de la totalidad.
¿Qué no es éste el deseo original del amor, ser el otro, interpenetrarse, transustanciarse, habitar en la misma llama no dual, en el mismo núcleo infinito? Nos dice el budismo, nos dice el platonismo que esto sólo puede conseguirse aniquilando nuestra propia identidad, dejando a un lado nuestro cuerpo y nuestro nombre. Sólo quien está dispuesto a darlo todo puede hacerse Todo.
Estas pueden ser aspiraciones muy elevadas para nuestra realidad cotidiana, pero creo que el idealismo es algo que puede enriquecer nuestras vidas. Así tal vez el amor profundo y sincero que podemos tener por una persona en específico puede crecer y ser –al reconocer la belleza del espíritu, al movernos a la compasión– el ensayo para el amor hacia todas las cosas y el olvido de nuestra propia personalidad en la vastedad de ese ser que es para nosotros la totalidad encarnada, por un momento, en un ser humano.
Fuente: Pijama Surf