Preservar las conexiones humanas es esencial en una era digital que nos empuja hacia lo superficial, fue la reflexión de Natalia Lafourcade para construir “Cancionera”, su más reciente disco
Por Natalia Lafourcade
Vivimos en una era saturada de estímulos, donde todo parece urgente y nada se siente suficiente. En medio del ruido, mi alma me pedía silencio. Me sentía desnuda ante tantas exigencias: ser más, lograr más, llegar más lejos. La pregunta ya no era cómo superarme, sino cómo regresar, cómo volver a lo esencial.
Frente al espejo, reconozco las versiones pasadas de mí misma: la niña que soñaba ser artista desde los tres años, jugando a ser una estrella pop, la adolescente que escribía canciones en secreto y la mujer que encontró en la música un hogar. Ahora, a la puerta de los cuarenta, puedo decir que he cumplido aquellos sueños y que incluso he superado mis propias expectativas.
Pienso en cómo celebrar esta nueva década. ¿Hago una fiesta? ¿A quién invito? Siento la necesidad de agradecer, pero también de soltar. Hay ropa que ya no entra en este cuerpo y relaciones que ya no tienen cabida en esta versión de mí. Comienza un proceso de depuración: lo que ya no va, lo que se transforma y lo que permanece. Termina una era y se asoma otra.
No sabía si esa era la decisión correcta, pero algo dentro de mí decía, “sigue”. Éramos casi 100 personas en el estudio, una sala de grabación que parecía más un set de película. Lo íntimo se volvió colectivo. Lo vulnerable, poderoso. Lo incierto, necesario. En ese espacio, la música se convirtió en un puente entre mundos, entre almas. Llegaron más canciones con aire confrontador, como “Mascaritas de cristal”, donde hablo de la lealtad hacia mí misma. El verdadero motor del proyecto no fue cumplir expectativas externas, sino escuchar la voz interna que, aunque a veces susurra, nunca miente.
En ese caos ordenado, descubrí lo más valioso: la riqueza humana y cultural de cada persona que se sumó al proyecto. De allí emergía una dirección clara, y yo no caminaba sola. Con Adan Jodorowsky como coproductor del disco y Bruno Bancalari como codirector de los videoclips, la identidad del proyecto se manifestó con fuerza: nuestras raíces, nuestras formas de celebrar y crear.
Este proyecto me enseñó que la autenticidad y la visibilidad pueden conciliarse, pero encontrar y defender ese equilibrio es difícil. Requiere de paciencia, colaboración, mucha preparación y la libertad necesaria para romper las reglas una vez que estás dentro del juego.
En una era de inteligencias artificiales y mundos digitales, nuestro mayor reto será preservar esa conexión humana tangible que nos permite florecer. Y por eso, “Cancionera” es, para mí, mucho más que un disco. Es un acto de resiliencia, una forma de regresar a mí, a mi voz. Fue un gesto de defensa frente a un mundo que nos arrastra hacia lo superficial, un intento — valiente y a veces torpe — de habitar con honestidad este presente que todo lo diluye.
Las canciones salvan. Las canciones amparan. Y, sobre todo, nos recuerdan quiénes somos.
Algo en mí ha cambiado —mi cuerpo, mi mente, mis prioridades— y en ese cambio nace un deseo urgente de autenticidad. No desde la nostalgia, sino desde la necesidad, lo que me devuelve a preguntas esenciales: ¿quién soy? ¿cómo quiero vivir la segunda mitad de mi vida? ¿qué quiero conservar y qué quiero soltar?
La respuesta llegó en forma de canción. Días antes de mi cumpleaños nació “Cancionera”, mi más reciente disco, y en ella encontré la clave: cantar mi verdad, sin adornos, sin máscaras.


Y así recordé que nací cancionera. No como un personaje, sino como una forma de existir. Desde pequeña entendí que mi oficio sería cantar lo que vivía, lo que dolía, lo que sanaba. La música ha sido el motor que ha guiado cada etapa de mi existencia, y en esa autenticidad —a veces frágil, a veces poderosa— estaba mi raíz.
Decidí entonces celebrar mis 40 haciendo un disco y una gira a guitarra y voz. Quise volver al origen: a la canción como ritual íntimo, a lo analógico, a lo colectivo. Y a la vulnerabilidad de grabar en cinta, sin retoques y sin filtros. Como quien vuelve al campo de juego con la alegría de la infancia.
Reuní a un grupo de creadores dispuestos a jugar. Grabamos en cinta, en tomas completas, como se hacía antes. Todos juntos en el estudio, dejando que la imperfección hiciera su parte. Queríamos capturar momentos reales, irrepetibles. Jugábamos como niños en un laboratorio musical, sin miedo a romper las reglas, mostrando sin pudor las costuras.


Sin embargo, en la industria musical contemporánea, hacer un álbum implica mucho más: crear una narrativa visual, alimentar redes sociales, diseñar campañas, generar clips, entrevistas, colaboraciones y contenido constante. Un disco ya no vive por sí solo; necesita una infinidad de elementos para existir y, sobre todo, para ser visto.
Al inicio, esa realidad me pareció un obstáculo. ¿Cómo sostener una creación auténtica sin ser arrastrada por la ansiedad de “rendir” en cada plataforma? ¿Cómo defender el silencio creativo en un mundo que no para de hablar? Pero, en lugar de resistirme, decidí transformar esa presión en un desafío creativo. Si iba a jugar al juego del presente, lo haría a mi manera, con mis propias reglas.
Así nació el concepto de “Cancionera” como experiencia artística integral: grabar un disco en cinta —formato analógico, casi en desuso— al mismo tiempo que se filmaba todo el proceso, tanto en digital como en celuloide. Música y video nacerían juntos, en el mismo espacio y momento. No se trataba de montar un espectáculo, sino de registrar con honestidad un momento irrepetible: el acto colectivo de crear.
No sabía si esa era la decisión correcta, pero algo dentro de mí decía, “sigue”. Éramos casi 100 personas en el estudio, una sala de grabación que parecía más un set de película. Lo íntimo se volvió colectivo. Lo vulnerable, poderoso. Lo incierto, necesario. En ese espacio, la música se convirtió en un puente entre mundos, entre almas. Llegaron más canciones con aire confrontador, como “Mascaritas de cristal”, donde hablo de la lealtad hacia mí misma. El verdadero motor del proyecto no fue cumplir expectativas externas, sino escuchar la voz interna que, aunque a veces susurra, nunca miente.
En ese caos ordenado, descubrí lo más valioso: la riqueza humana y cultural de cada persona que se sumó al proyecto. De allí emergía una dirección clara, y yo no caminaba sola. Con Adan Jodorowsky como coproductor del disco y Bruno Bancalari como codirector de los videoclips, la identidad del proyecto se manifestó con fuerza: nuestras raíces, nuestras formas de celebrar y crear.
Este proyecto me enseñó que la autenticidad y la visibilidad pueden conciliarse, pero encontrar y defender ese equilibrio es difícil. Requiere de paciencia, colaboración, mucha preparación y la libertad necesaria para romper las reglas una vez que estás dentro del juego.
En una era de inteligencias artificiales y mundos digitales, nuestro mayor reto será preservar esa conexión humana tangible que nos permite florecer. Y por eso, “Cancionera” es, para mí, mucho más que un disco. Es un acto de resiliencia, una forma de regresar a mí, a mi voz. Fue un gesto de defensa frente a un mundo que nos arrastra hacia lo superficial, un intento — valiente y a veces torpe — de habitar con honestidad este presente que todo lo diluye.
Las canciones salvan. Las canciones amparan. Y, sobre todo, nos recuerdan quiénes somos.
Natalia Lafourcade es una artista musical, compositora, cantante y productora contemporánea originaria de Veracruz, México. Desde su debut en 2002, su música le ha valido múltiples premios Grammy y Latin Grammy. Su álbum más reciente es “Cancionera,” lanzado en 2025.
Fuente: The New York Times Company y Natalia Lafourcade













