Mal hacemos en pensar nuestra historia como hechos estáticos y permanentes que no evolucionan. Si, la historia evoluciona y se transforma. Y mientras más la conocemos, mayor es su cambio y su influencia en el presente se altera.
Si hoy nos es útil la historia, puede ser para pensar en el proceso político que atravesamos. No se trata de un momento en el que combatan simplemente dos visiones del futuro, de estar o no del lado correcto, sino de una mezcla compleja de distintas comprensiones, intereses e interpretaciones del pasado y futuro de México.
Así pasa desde el aprendizaje de la conquista. Vemos con cierta melancolía la llegada de los españoles a Mesoamérica, y asumimos que se trató de una guerra entre españoles y mexicas por el predominio político y religioso. Unos buenos y otros malos.
La idea inicial de la independencia tiene muchos antecedentes que en su conjunto, conforman el caldo que llevó al levantamiento insurgente.
Sin embargo, preferimos no poner atención en que los españoles en la conquista no fueron más que un puñado de hombres, que atestiguaron y si acaso impulsaron una verdadera guerra civil entre naciones indígenas. Ni se diga el periodo virreinal de la Nueva España que pasa desapercibido como si nada hubiera sucedido. Como si el tiempo fuera estático y sólo fue un preludio de 300 años para reivindicar la usurpación cometida, en espera de Miguel Hidalgo, el padre de la patria.
El caso de Hidalgo, es quizás más grave por su desconocimiento, porque la historia oficial nos narra una epopeya de justicia y valor por la recuperación de nuestra independencia. La idea inicial de la independencia tiene muchos antecedentes que en su conjunto, conforman el caldo que llevó al levantamiento insurgente.
John Lynch lo refiere como el segundo imperio o la segunda conquista y se trata del cambio radical que implicaron las reformas borbónicas de Carlos III, la expulsión de los jesuitas en 1767, el establecimiento de un cuerpo militar permanente, el establecimiento del libre comercio, la consolidación de los vales reales en 1804 que implicó, en breves términos, que la corona cobraría de inmediato todos los créditos de la iglesia, desestabilizando con ello la economía de la Nueva España.
Entre otros, Hidalgo tuvo que vender sus propiedades a raíz de esta medida. También 1808 es esencial en la historia de la independencia nacional, nada más porque la metrópoli, es decir España, se quedó sin Rey ante la abdicación de Fernando VII en Bayona y ascendió José Bonaparte a la corona.
Este es el contexto que antecede al Grito de Dolores. No es que hubiera un bando firme desde entonces por la independencia fundamentado en la unidad nacional y la identidad, que buscara hacerle justicia a la usurpación española y otro que pretendiera la conservación sin más de la Colonia.
Había bandos de todo tipo, los autonomistas, borbonistas o realistas, liberales e insurgentes y entre ellos muchas combinaciones poco claras. En 1812 cobró vigencia la Constitución de Cádiz, de talante liberal, con lo que la situación política en la Nueva España se modificó sustancialmente.
A la muerte de Hidalgo, Morelos asumió el mando de la revolución social y en 1814 promulgó la Constitución de Apatzingán. Documento importante en nuestra historia, pero que fue sólo un testimonio de las ideas de la insurgencia. Después de la muerte de Morelos, con el regreso de Fernando VII a la corona y la supresión de la Constitución de Cádiz, la insurgencia pasó a la sombra y el último reducto fue Vicente Guerrero en la sierra veracruzana.
Para 1820, es decir, seis años después, se reestableció la constitución liberal de Cádiz y Agustín de Iturbide fue nombrado comandante del ejército realista en el sur, con el fin de combatir a Guerrero y lo poco que quedaba de la insurgencia.
La historia la conocemos: Iturbide aprovechó la oportunidad e integró todo el resentimiento que existía en la sociedad, sobre todo del criollismo, para dirigir la independencia, primero con el Plan de Iguala y después con los Tratados de Córdova. Se trató de la segunda revolución de independencia, la conservadora.
La primera fue una revolución social y la segunda un movimiento que buscó preservar los intereses de las élites que dejaron de ver en la Corona española un referente de protección de sus prerrogativas.
El 27 de septiembre de 1821, mismo día que el cumpleaños de Iturbide, el Ejército Trigarante entró en la Ciudad de México, y un día después se firmó el Acta de Independencia, en donde, por cierto, no participó ninguno de los líderes insurgentes, ni siquiera Vicente Guerrero o Guadalupe Victoria.
Si la historia sirve para algo, es para comprender que los procesos sociales y políticos son mucho más complejos que un enfrentamiento entre buenos y malos.
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No hay buenos y malos en la historia de la independencia, como no lo hay en ningún otro proceso histórico. Quizás existan preferencias ideológicas y que mal hacemos en juzgar con criterios del Siglo XXI. Hay una multiplicidad de intereses que pugnaron por imponerse a las circunstancias de su momento.
La Independencia fue entre otras cosas, un movimiento por imponer los intereses de los criollos, en contra de la supremacía política de los españoles. Es decir, controlar las instituciones económicas y de gobierno de la Nueva España. Cuando cayeron en cuenta que España no podía garantizar sus intereses, fue para todos sensato pensar en la Independencia.
Si la historia sirve para algo, es para comprender que los procesos sociales y políticos son mucho más complejos que un enfrentamiento entre buenos y malos, aun cuando la distancia del tiempo y ciertos intereses tiendan a simplificarla. Ello nos debería mostrar que mucho mayor mal hacemos, cuando el presente lo reducimos a buenos y malos, o a quienes están y quienes no, del lado correcto de la historia.
La realidad social y la complejidad del pasado, nos muestra que polarizar no ayuda a comprender, muchos menos a solucionar nuestro futuro colectivo.
* Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.
FUENTE: Huffingtonpost