Todo lo que usamos para resolver ‘mágicamente’ nuestros problemas puede convertirse en una adicción. Una vía de escape puntual puede llegar a esclavizarnos.
No hay que confundir ser libre, sólido o fuerte con creerse omnipotente. Nadie es autosuficiente, aunque se jacte de ello o lo considere su máximo objetivo.
Nosotros y los otros
Es evidente que para ser quienes somos necesitamos (antes, ahora y después) la mirada ajena que nos completa, nos actualiza y nos significa. Sin embargo, tanto en las cosas importantes como en la conducta cotidiana, somos tan libres como nos atrevamos a ser, asumiendo la responsabilidad de aquello que libremente elegimos.
Libres de ser quienes somos, sin obligarnos a parecernos ni a la mayoría, ni a una selecta minoría (aunque los demás nos amenacen con el abandono, el desamor o el inevitable fracaso en todo si seguimos siendo “así”).
Libres de pensar lo que pensamos, aunque a alguno no le guste o no coincida con nosotros (y aun cuando nadie coincida con nuestro pensamiento).
Libres de sentir lo que nos fluye del corazón, sin pretender forzarnos a sentir lo que otros sentirían en nuestro lugar (aunque algunos traten de imponernos olvidar, porque “no nos convienen” algunas emociones).
Libres de luchar por nuestros propios sueños, sin tener la necesidad de que alguien más los avale calificándolos como lógicos o posibles, ni tampoco la de pedir permiso a otros para trabajar por lo que tanto deseamos.
Miedo a la libertad
Nunca he podido llegar a este punto, hablando de la libertad, sin recordar El miedo a la libertad, de Erich Fromm, aquel libro que me marcó para siempre (tanto a mí como a toda mi generación).
Después de leerlo, todos debimos admitir que ser libres, absolutamente libres, nos daba miedo. No solo por la responsabilidad que implicaba, también porque aprendimos a definir la libertad, no tanto como una “libertad de”, sino, sobre todo, como una “libertad para”. Esta idea, tan fuerte, nos obligaba a definir qué sentido tendría esa libertad que estábamos dispuestos a defender con uñas y dientes.
Conseguir ser libre significaba saber qué pretendíamos hacer con eso, ya que, sin esa condición, este bien, el más preciado, podría volverse una pesada carga, una maldición que soportar, sin ningún beneficio y sin ninguna recompensa.
Necesitar ayuda no es ser débil; otra cosa muy distinta es depender de quien te ayuda. No son pocos los que, asustados por la sensación de no saber qué hacer con la libertad que les corresponde por derecho, o no dispuestos a asumir la responsabilidad que eso implica, eligen “libremente” volverse esclavos.
Esclavos de una manera de actuar estandarizada, esclavos de la moda, esclavos del trabajo y del dinero, esclavos de una droga y hasta amorosos esclavos de otras personas. Aunque te pueda parecer demasiado fuerte calificar de esclavitud estas situaciones, cualquier dependencia es una forma de sometimiento, aunque sea voluntaria.
No valen como excusa, argumento ni justificación, las frases hechas que intentan suavizar la gravedad de tales decisiones. “Uso esta o aquella droga, pero no soy adicto, la puedo dejar cuando quiera sin problemas”. “No soy alcohólico, solo bebo en determinadas situaciones, no todo el tiempo”. “Me gusta mi trabajo, por eso le dedico tanto tiempo”. “Soy esclavo del amor, no de mi amado”…
Y dejo para el final de los argumentos, el más que terrible pensamiento, que nadie se anima a enunciar a viva voz, pero que actúa, estoy seguro, en la sombra de nuestras vidas: la falacia de que el que obedece nunca se equivoca.
Apego a la dependencia
Drogodependientes, workaholics, codependientes, adictos al dinero, al sexo o al poder… No importa cuál sea tu “droga”, ella siempre se parece al genio maligno de este viejo relato hindú:
Dicen que había una vez un hombre que había heredado grandes campos. Sus tierras eran fértiles, pero el hombre era tan holgazán como avaro, y las malas hierbas fueron creciendo a su antojo en sus terrenos. Noche tras noche se lamentaba de su suerte por haber heredado tierras tan improductivas. En su queja ofrecía su alma al diablo a cambio de que se volvieran prósperas.
Dicen que una de esas noches un genio maligno respondió a su llamada y le dijo:
—Ya que me convocaste, te ayudaré haciendo todas las tareas que me sean necesarias para que veas florecer tu campo, pero debes saber una cosa: soy un genio muy activo y me disgusta estar por ahí sin tener nada que hacer… Nunca me dejes sin tarea, porque si eso sucede, serás tú quien se vuelva mi esclavo.
El hombre pensó que aquello, lejos de ser un problema, era una magnífica noticia. Siempre tendría una tarea que encargarle; había mucho por hacer y, afortunadamente, ahora no tendría que hacerlo él.
—Ve a mis campos, limpia las impurezas y labra la tierra –le dijo como primera misión.
—Así lo haré, mi amo –contestó el genio.
El hombre creyó que sus preocupaciones habían terminado; con la ayuda del genio todo sería sencillo. Se dirigió al salón de su casa y se dispuso a descansar como hacía tiempo no hacía.
Quizá se tomaría unos días para pensar en su próxima petición para cuando el genio regresara en un par de semanas… Sin embargo, al cabo de unas horas, el genio regresó:
—Ya he terminado la tarea que me encomendaste, amo.
—¡¿Cómo es eso posible?! –exclamó el hombre rico–. Es un trabajo de meses…
—Soy un trabajador muy eficaz –afirmó el genio–. ¿Qué debo hacer ahora? Rápido, amo, dame trabajo.
—Ocúpate de la siembra y del riego –dijo el hombre, algo nervioso.
—Como desees, mi señor –dijo el genio, y salió volando hacia los campos.
El hombre fue hasta la ventana y vio con asombro cómo, sobre sus tierras labradas, el genio sembraba y regaba con asombrosa rapidez.
—Ya he terminado –dijo al regresar, media hora después–. ¿Qué más quieres de mí?
El hombre tuvo que detenerse a pensar un poco y, mientras lo hacía, vio cómo el genio comenzaba a impacientarse y a cambiar de color. Después de unos minutos, encontró una nueva tarea para el genio, lo mandó a excavar un nuevo pozo de agua. El genio recuperó su color natural y marchó a cumplir su orden.
El hombre comprendió con horror que, por más tareas que le diese, el genio las cumpliría una tras otra y que, después, cuando llegara el momento en el que no hubiera más trabajo, el poderoso genio se volvería más morado y exigente y, eventualmente, tendría la excusa necesaria para adueñarse de su campo, de sus acciones y de la vida del que fuera una vez su amo.
Si no podía librarse de él, terminaría siendo esclavizado por el poderoso genio que había convocado en su fallido intento de hacerse la vida más placentera, más cómoda y más fácil.
Aquello de lo que terminamos dependiendo se parece un poco a este genio maligno.
En un principio dispuesto a darnos una salida, un consuelo o una ayuda, se presenta diciéndonos que está a nuestro servicio, que nos apoyará en nuestros próximos pasos, que nos evitará los problemas y las frustraciones, que ya no tendremos que preocuparnos. Lo peor es que en el comienzo todo lo que se ha prometido se cumple; la vía de escape funciona, la angustia desaparece, el consuelo alivia…
Pronto descubrimos que nada de lo que nos dan es barato, al contrario, el precio es cada vez más caro. A cambio de pequeños beneficios, se nos pide cada día más. Terminamos como en el cuento, esclavos de aquello que alguna vez acogimos con gozo.
Ya se trate de drogas, de alcohol, de comida, de sexo, de videojuegos o de Internet, todo lo que utilizamos para solucionar “mágicamente” nuestros problemas o para evadirnos de los mismos puede llegar a transformarse en una adicción, y las adicciones se han ido convirtiendo en el mayor y más frecuente problema del hombre contemporáneo.
Un joven músico, de nombre Joaquín, a quien las drogas terminaron llevando a su ingreso en una institución especializada en adicciones, compuso una canción que describe el calvario de los drogodependientes. Su letra, según él mismo me contó, la inspiró el maravilloso poema Once, de Hamlet Lima Quintana.
Y fue lo mismo
Que si lo afirmara con clavos al silencio.
La droga le robó después todos sus bienes,
y con ellos la confianza que tenía en los demás.
Y fue lo mismo
Que si el aire se hubiera congelado a sus pies.
Y le robó más tarde la paz, que alguna vez pareció darle,
también el trabajo y también el descanso.
Y fue lo mismo
Que condenarlo a girar en un espacio de telones grises.
Su adicción le robó también, en un descuido,
sus proyectos, su derecho a elegir y a rebelarse.
Y su vida fue lo mismo
Que deambular con sed por las tinieblas.
Y cuando su deterioro vino a robarle al final su identidad,
él no sintió pena, ni miedo, ni fastidio
porque ya era lo mismo…
Que si no le robaran nada…
No quiero terminar sin recordarte que el robo del que habla la canción requiere siempre de la complicidad de la víctima, especialmente cuando el ladrón viene de la mano de un vínculo enfermizo y tóxico que, disfrazado de una gran pasión, nos hace depender de quien creemos amar.
Fuente: cuerpomente.com