Todos tenemos algún tipo de relación con la culpa, consciente o secreta, que influye en cómo nos relacionamos con nosotros o con los demás.
ace tiempo conocimos a un hombre que sentía una gran angustia. Nos contó que su hijo le había telefoneado en plena noche para pedirle una fuerte suma de dinero. Al parecer tenía deudas de juego y debía hacerles frente. Esa noche el padre ya no pudo dormir. ¿Qué debía hacer?
Siempre había acudido en ayuda del muchacho, como su padre había hecho con él, pero esta vez sentía mucho enfado. Se había pasado de la raya. Por la mañana llamó a su hijo y le dijo que no le daría el dinero. Este, ofendido, dejó de hablarle. En la terapia, a pesar de todos los esfuerzos para razonar con él, el padre se sentía culpable. Se lamentaba de la pérdida de contacto con el muchacho y, aunque todo su entorno argumentaba que había obrado bien, se sentía muy ambivalente, triste, deprimido.
Una de las noches más oscuras del alma puede sobrevenir al sentirnos culpables. Mucho se ha escrito sobre la culpa, los remordimientos y la vergüenza; sin embargo, no parece que hayamos descubierto muchas cosas acerca de cómo sobrellevar estas emociones, vivirlas mejor o bien poder abandonarlas si ya no nos resultan de ayuda.
Como solía decir Osho: «Si eres humano, la culpa te visitará». La pena que esta provoca es una emoción y como tal no es mala en sí; otra cuestión es cuando la culpa se queda más tiempo del que quisiéramos y aboca a una vida donde el sufrimiento parece no tener fin. Sentirse culpable puede significar que se han transgredido unas normas y que se ha podido perjudicar a alguien.
Ese sentimiento nos regula en nuestras relaciones sociales, familiares y amorosas y nos facilita la vida en comunidad, al tiempo que tiene que ver con cómo hemos aprendido e incorporado esas reglas a nuestra vida. El símbolo del ojo que todo lo ve, esa imagen de Dios que a muchos nos acompañó en la infancia, es una manera de ejercer el control desde dentro de la persona.
Al interiorizar las reglas, no hace falta tener policías en cada esquina: el ojo omnipresente –el panóptico– hace que nuestro propio policía interno nos frene y nos modere para llevar una vida compartida con otros. Quizá reside ahí el origen histórico de la culpa, en la necesidad que tienen las sociedades humanas de que sus miembros acaten las reglas de la comunidad.
¿HACIA DONDE SE PROYECTA LA CULPA?
Si la culpa tuviera una función positiva, ¿cuál sería? ¿Para qué aprendimos a tener ese sentimiento? Seguramente se trata de una emoción orientada a que mejoremos como seres humanos; el hecho de evaluar nuestras acciones y de que podamos sentirnos mal es probable que nos ayude a reparar o a optimizar las cosas que hacemos. La culpa suele orientarse hacia las cosas que realizamos en el pasado.
Y si bien es cierto que el pasado no se puede modificar, también lo es que puede deparar aprendizajes valiosos; el arrepentimiento puede fructificar en responsabilidad. Sin embargo, la culpa se transforma a menudo en un poder paralizante o intimidador. Hay diferentes maneras de vivir todo esto. Algunas personas se sienten culpables por cosas acaecidas en el pasado mientras otras, por el contrario, experimentan esta emoción frente a
las posibles consecuencias futuras de un acto.
En el primer caso, la contrición es una especie de lastre que obliga a revisar el pasado una y otra vez. En ocasiones se puede hablar del tema con las personas a las que se pudo dañar, lo que permite madurar y afrontar lo que sucedió. En otras situaciones la culpa sobreviene al sentir que lo que se hizo no estuvo bien, incluso siendo uno mismo la principal víctima de lo acontecido.
Podría servir como ejemplo para este caso el de una mujer que vivía con gran culpa los abusos de que fue víctima en su infancia. Se culpaba por no haber sido capaz de evitarlos, e incluso se avergonzaba por haber tenido sentimientos ambivalentes respecto al abusador: había experimentado a la vez odio y afecto hacia él; eso la llevaba a sentirse tremendamente mal.
Otras personas, en cambio, sienten culpa de aquello que ni siquiera han hecho pero tal vez desearían hacer. La culpa surge al pensar en las posibles consecuencias de sus actos, como quien desea separarse de su pareja pero al intuir que todo ello comportaría un gran dolor se mortifica diciéndose que no debería pensar en ello y que debería estar feliz con su condición.
Estas son circunstancias dramáticas que suelen desembocar en un gran dolor y preocupación aunque, por fortuna, no son muy habituales. En estos casos extremos se puede consultar a un profesional para pedir una ayuda eficiente, compartir el pesar y encontrar caminos para sanar el día a día.
UNA FRONTERA INCIERTA
El sentimiento de culpa nos visita cuando pensamos que hacemos un posible daño a otro y eso es algo que estructuramos en la infancia. ¿Qué normas aprendimos en nuestro entorno familiar? ¿Qué era lícito y qué no? Cuando interiorizamos estas cosas solemos creer que se trata de reglas generales para todo el mundo. No pensamos que, a menudo, los que nos rodean han tenido experiencias y normas diferentes.
Al crecer podemos darnos cuenta de que algunas de esas reglas inculcadas han dejado de ser útiles, o bien percibimos que las normas de otro parecen mejores. Con todo, a menudo no es posible cambiar de comportamiento sin sentirse culpable.
Es el caso de la persona que aprendió de su madre que tenía que cuidar de todo el mundo desocupándose de sí misma, y que sigue obrando de ese modo a pesar de ser consciente de que no le hace bien. O del hombre que aprendió a no mostrar sus emociones y que, cuando lo hace, siente ante todo vergüenza y vulnerabilidad.
Cuando una persona nos muestra las penas y los escollos por los que transita también podemos sentirnos culpables. Tal vez porque nuestra situación es más cómoda, o porque creemos que al contar esas cosas está pidiendo ayuda. ¿A quién no le ha sucedido que tras ayudar a un tercero no solo no recibió su agradecimiento sino que cosechó un reproche? No es raro esforzarse en vano en resolver problemas de los demás, mientras que no hacerlo puede llevar a sentirse afligido o egoísta.
Es en estos casos cuando crecer supone aprender a dejar que el otro se haga cargo de lo suyo. Según Marina Solsona, experta en constelaciones familiares: «Las personas solemos cargar con nuestra cruz. Sentimos rabia cuando otro nos la quita mostrándonos que puede con la suya y con la nuestra. Maduramos cuando podemos mirar y admirar la cruz del otro sin necesidad de cogerla».
Esas palabras indican que cada uno puede cargar con dignidad con las dificultades de su propia vida, y también que el reconocimiento al otro puede ser más curativo que la ayuda compulsiva. Asimismo, ser capaz de ofrecer reconocimiento refrenando nuestros deseos de arreglar la vida del prójimo es una bonita manera de madurar como personas.
TIPOS DE CULPA
Quizá podamos sentir que nos incumbe alguno de los casos mencionados; si eso sucede cabe decir que tenemos diferentes tipos de culpa. Cuando nos culpabilizamos por cosas del pasado o nos avergonzamos de nuestra historia, deseos o pensamientos, estamos viviendo la culpa mala. Se trata de la culpa que nos mantiene siempre en el mismo lugar a pesar de que desearía mos transmutarla en otros sentimientos. En el fondo es una culpa arrogante puesto que, aun sintiendo dolor y pena, en no pocas ocasiones nos creemos demasiado importantes.
El sentimiento de culpa resulta perjudicial cuando busca que el otro perciba cuánto sufrimos; si eso no sucede, si no se da cuenta, podemos sentirnos aún más culpables, indignos de ser queridos. Las personas que viven así a menudo reciben consejos del tipo: «olvida lo que pasó» o «vive tu vida y haz lo tuyo sin que te importen tanto los demás». Es entonces cuando estas personas sienten que si pudieran hacer eso se sentirían terriblemente egoístas. Para ellas cambiar significaría aceptar que no tiene sentido todo el dolor vivido. Irónicamente hablando, podrían sentirse muy culpables si no se sintieran culpables.
VIVIR CON UNA CULPA BUENA
No estamos plenamente seguros de que pueda existir una vida sin culpa; sin ella probablemente seríamos personas sin sentimientos o empatía. La clave puede residir en saber vivir con lo que llamamos una culpa buena. Este tipo de emoción es aquella que permite a los otros crecer y hacerse cargo de sus vidas, aun con el riesgo de que no hagan justo lo que esperamos de ellos.
Unos padres pueden sentir culpa buena al no comprar un juguete de más o una golosina a su hijo y sin embargo no lo hacen porque creen que eso sería consentirlo. Tal vez crean que el hecho de decirle a veces «no» lo educará para el futuro. Otra persona puede sentirse egoísta cuando deja que su pareja, o sus hijos, se ocupen de sus propias cosas y se responsabilicen de ellas.
Este tipo de culpa benévola podemos aprender a vivirla poco a poco si somos de los que hasta el momento hemos estado sufriéndola en exceso. Si hemos tenido la culpa como compañera habitual, hay que atreverse con prudencia a romper con los esquemas infructuosos del pasado.
Quizá cabe la posibilidad de revisar nuestra historia personal para poder perdonarnos a nosotros mismos y a aquellos que nos afrentaron. Cualquier momento es adecuado para percibir cuán bueno resulta aprender a tolerar esa culpa llena de amor que alienta al otro a ser mejor y a afrontar su vida.
Como ese padre que, aun sintiendo la mordedura de la culpa, descubrió con ternura y sorpresa que su hijo podía hacerse cargo de sus errores, a pesar de todo, para convertirse en un buen hombre.
Fuente: cuerpomente.com