Nuestra historia está llena de pequeñas cosas cotidianas, de gestos que olvidamos con el paso del tiempo pero que, en realidad, lo cambiaron todo.
La semana pasada volví, por cosas de la vida, a mi barrio de infancia. Estaba en la calle esperando cuando una mujer se me paró delante para preguntarme si yo era yo, ya me entendéis.
Me había visto en la tele unos días atrás y había atado cabos entre el nombre y mi cara actual, que es bastante distinta de la cara que ella recordaba, 30 años atrás.
Se acordaba de mi nombre porque ella había sido voluntaria durante varias décadas en la biblioteca a la que yo iba siendo pequeña.
En mi casa no había libros ni ninguna referencia adulta lectora. Cuando tuvimos que comprar la primera novela (infantil) por obligación del colegio no sabíamos ni dónde ir a comprarla, de verdad os lo digo.
Fuimos a preguntar a la papelería del barrio y sí, allí tenían libros. Y compré uno cualquiera, que no me enganchó ni nada parecido. No fue un flechazo, vamos.
Pero una profesora se empeñó en que yo leyese y me retó a hacerlo.
Me obligó a leer La Historia Interminable. Y ahí sí, ahí sucedió. Me recuerdo leyendo aquel libro bajo las mantas con una linterna para que mis padres no se enfadasen, no porque les enfadase que leyera, sino porque creían, con buen criterio, que había tiempo para dormir y podía seguir con el libro al día siguiente. Pero no, no había tiempo.
Cuando un libro te atrapa, no hay tiempo para nada más.
Son dos mundos: tu vida real y esa otra que estás viviendo a través de las páginas escritas. Y tienes que repartir tu tiempo entre esas dos vidas y, la verdad, frente a las aventuras de Atreyu poco podía hacer mi vida material.
Aquel libro abrió la puerta para todos los demás libros, para los que he leído y para los que he escrito, para los que he soñado, para los que tengo a medias, a medio leer y a medio escribir, por los rincones de mi vida.
La bibliotecaria me dijo que solo permitían coger dos libros a cada vez, pero que conmigo tuvieron que hacer una excepción, y dejarme llevar tres.
Me lo contaba ilusionada, como si aquello para ella tuviese sentido.
Y yo la escuchaba como enamorada, tomando la dimensión de cuánto bien me habían hecho con aquella excepción, con aquel voluntariado suyo de dedicar sus horas libres a apuntar libros prestados y fechas de retorno, a abrir la biblioteca y a tener paciencia con toda aquella jauría de pequeñas mentes insanas que íbamos allí a buscar alimento.
A veces nos parece que solo las grandes cosas tienen sentido trascendente en nuestra historia y en La Historia. Pero no. Nuestra historia está llena de pequeñas cosas cotidianas, de gestos que olvidamos con el paso del tiempo y que han sido los gestos que lo han cambiado todo.
Y a veces la vida nos da estos regalos.
Estar en aquella calle parada, que ella pasase, que me reconociese por carambolas de la vida, que dedicase una vez más su tiempo a contarme cosas, y que yo pudiese decirle que me cambió la vida con aquellos gestos. Y nos dimos un abrazo de aquellos de verdad.
Y todo tuvo sentido durante unos instantes.
A todas las personas que dedicáis vuestro tiempo a las pequeñas cosas porque sí, porque tienen un sentido para vosotras, y que nunca os hemos reconocido, que sepáis que estáis cambiando muchas pequeñas vidas.
Fuente: cuerpomente.com