Las oscilaciones en nuestro ánimo son saludables. Pero si nos precipitamos de la exaltación a la más profunda tristeza sin motivo aparente, ¿cómo regularnos?
Marta acude al médico de cabecera para explicarle el desasosiego que siente ante su última ruptura sentimental y, sobre todo, sus crecientes altibajos emocionales. Este apenas la mira; en cambio, le receta un antidepresivo, un hipnótico y un ansiolítico. Mientras se dirige al encuentro de su mejor amiga, con la que ha quedado en ver una exposición, lanza las recetas a una papelera.
Durante la visita, Marta dice que está pensando en comenzar una terapia. “¿Otra?”, se asombra su amiga. “Es por esta inestabilidad extrema, estos cambios de humor tan bruscos, tan incontrolables”, se justifica Marta.
“Paso del llanto y una pena desgarradora a la alegría más exultante en minutos. No puedo más, estoy agotada”.
“Pero Marta”, dice su amiga, “si ya sabes qué te pasa con los terapeutas. Dejas la terapia porque no te están ‘alimentando’ lo suficiente, o no como a ti te gustaría. ¿Por qué no asumes de una vez que eres inestable y punto? ¿Por qué no dejas de buscar desesperadamente a tu alrededor y, con la imaginación y sensibilidad que tienes haces algo por ti misma?”.
¿DE DÓNDE VIENE ESA INESTABILIDAD EMOCIONAL?
Marta se queda callada un buen rato mientras pasa por delante de los cuadros sin verlos. De repente, se conmueve. ¡Cuánto le gustaba pintar de pequeña! Tras recibir un diagnóstico de niña superdotada, sus padres le habían impuesto elevadas exigencias intelectuales… y también esperaban que fuera buena, receptiva y conformista. El dibujo constituía su único reducto de libertad.
A veces pintaba en el pupitre, no se daba cuenta y terminaba atiborrándolo de un universo a lápiz repleto de bichos, unicornios, extraterrestres y caballitos de mar. Hasta que un día la amenazaron con expulsarla de clase si seguía pintando, y dejó de hacerlo.
Luego, en la adolescencia, en su intento de separarse de sus padres, comenzó a oscilar entre la abulia más radical y la actividad más frenética, entre la depresión más oscura y la euforia más enloquecida, y ese sentimiento continuo de inestabilidad nunca la ha abandonado. Es como si no dispusiera de unos buenos anclajes afectivos interiorizados.
Piensa también en Jonathan, en él y en todas sus rupturas afectivas. Nadie podrá colmar jamás su desesperada necesidad de amor. Aunque ansía el vínculo profundamente, siempre termina destruyéndolo.
Se siente fracasada, sin hilo de continuidad, con la identidad rota.
Su amiga la saca del ensimismamiento y, antes de marcharse, le pide que se cuide. Cerveza con patatas fritas para cenar no es una dieta sana, le dice. Ni trabajar hasta las dos de la madrugada.
Al regresar a casa, esta le parece demasiado grande. Se pone a deambular, recorre espacios, abre y cierra puertas. Finalmente se dispone a contemplar fotografías antiguas. De modo instintivo, escoge una de sus padres y rescata su maletín de pintura de la habitación de los trastos. Al cabo de las horas, cuando termina, se siente satisfecha y tranquila.
A partir de entonces, se pone a pintar a diario después del trabajo. Poco a poco va llenando de color la puerta de su casa, el armario de la cocina, la mesa donde trabaja… Pintando se vuelve a apropiar de un espacio antes común que ahora le pertenece solo a ella. Con el pulso de la mano, sin reflexionar sobre ello, perfila un nuevo retrato de sí misma: llevando al lienzo los objetos de su vida cotidiana puede verse sin vaivenes.
Es un tiempo de goce y deleite en el que por vez primera puede disfrutar de la soledad, no tiene que demostrar nada a nadie y no depende de estímulos externos. A medida que van pasando los días, se siente más centrada en sí misma, puede percibir sus verdaderas necesidades –lo que su cuerpo y su corazón necesitan–, su ansiedad oscilante se calma y se encuentra más capacitada para cuidar de sí misma como merece.
En el pasado, Marta hubiera corrido a intentar calmar sus miedos ocultándolos bajo una actividad frenética, saliendo cada noche en busca de algo que no existe, presa de un movimiento pendular abismal que volvería a encerrarla en sí misma.
Pero la estabilidad que anhelamos no puede provenir de afuera, sino surgir como una referencia interior.
Gracias a la pintura y a los autocuidados que por fin se procura, Marta ha ido despertando su creatividad dormida, ha logrado expresarse acompasándose en un movimiento libre y tranquilo. La pintura se ha convertido en el eje que necesitaba para poder fluir en paz y construir a su alrededor una vida plena y tranquila. Ha entendido que ser sano consiste en desplegar las potencialidades que cada uno de nosotros tiene en su interior, en moldearlas y en acompañarlas con cariño y respeto.
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Vivir en un tobogán de emociones nos provoca un gran desgaste. Para tratar de equilibrar nuestros estados de ánimo y recuperar cierto sosiego es necesario, de entrada, no juzgarnos y establecer ciertas rutinas.
Fuente: cuerpomente.com