En la búsqueda del oro, muchos tropiezan y caen. Algunos hacen trampa. Países enteros caen en desgracia, como ocurrió con los alemanes orientales de la década de 1970 y las acusaciones actuales sobre el dopaje en la delegación rusa en Río.
El juramento olímpico de la actualidad toma como modelo el que hacían los primeros atletas olímpicos hace 3.000 años. En ese entonces, no sostenían la bandera mientras lo pronunciaban, sino la carne de un animal sacrificado ante una aterradora estatua de Zeus con relámpagos. Era un símbolo de lo que le esperaba a un competidor si rompía su promesa.
Ciertamente ese juramento no tenía gran significado para algunas personas y así nació el dopaje olímpico.
Los fármacos más populares para mejorar el desempeño en la antigua Grecia fueron las bebidas ricas en cafeína, el brandy y la carne de animales exóticos como el lagarto. Los púgiles usaban talco para proteger su cuerpo desnudo del sol y a veces agregaban aceite para volverse resbalosos en los encuentros.
El soborno también era común. El caso más famoso fue el de Eufolio, un boxeador de Tesalia, que en los juegos del 388 a. C., pagó a tres oponentes para que se dejaran caer y asegurar su victoria. Esas ofensas se castigaban con una multa y el dinero se usaba para erigir zanes, estatuas de Zeus en bronce situadas en el camino al estadio de Olimpia. Cada una llevaba en la base el nombre del tramposo y la ofensa cometida. Se dice que las multas que se impusieron a Eufolio fueron tan cuantiosas que se construyeron seis estatuas en frente del estadio. No pasó mucho tiempo para que a esas estatuas se sumaran muchas más.
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Los atajos modernos para llegar al oro
Al igual que en la antigüedad, no todo el dopaje de los juegos modernos tienen que ver con fármacos. Tenemos el caso del corredor de fondo estadounidense Fred Lorz. Tras cruzar la meta del maratón de los Juegos de St. Louis en 1904, en medio de una ovación ensordecedora, se descubrió que había usado un coche para recorrer casi 18 de los 42 kilómetros de la carrera.
También está la ingeniosa trampa de la corredora puertorriqueña Madeline de Jesús en Los Ángeles 1984. Luego de haberse lesionado en la competencia de salto de longitud, convenció a su hermana gemela y también atleta Margaret para que hiciera por ella la carrera de calificación en los relevos 4×400. El engaño funcionó y el equipo pasó a la siguiente ronda, pero cuando su entrenador se dio cuenta, sacó al equipo puertorriqueño de la final.
Uno de los primeros usos de la tecnología para hacer trampa se dio en los Olímpicos de 1976. El esgrimista soviético Boris Onischenko instaló en su estoque un botón con el que podía registrar puntos falsos en el marcador electrónico. Iba ganando cuando oprimió el botón accidentalmente mientras su oponente, el capitán del equipo británico, Jim Fox, se retiraba y no había nadie cerca de su arma.
Fox denunció la trampa y pidió a los oficiales que examinaran la espada; la tecnología estaba tan bien oculta que tuvieron que desmantelar el arma para encontrarla.
La larga lista en el dopaje
Los engaños de la actualidad suelen incluir fármacos, particularmente para mejorar el desempeño. Los más populares son la darbepoetina, que aumenta el conteo de los glóbulos rojos (las células que llevan el oxígeno a los músculos); diuréticos como la furosemida para reducir el peso; hormonas humanas para el crecimiento como la somatotropina, y esteroides anabólicos como el estanozolol y la tetrahidrogestrinona (THG).
Cuando el Comité Olímpico Internacional (COI) empezó a hacer pruebas de detección de fármacos en 1968, el primero en quedar descalificado fue el pentatleta sueco Hans-Grunner Lijenwall en México. Lo sorprendente es que el fármaco que eligió no mejoraba el rendimiento: estaba ebrio. Les dijo a las autoridades que había tomado un par de cervezas para relajarse antes de la competencia.
El COI señala que suele hacer pruebas a los atletas que quedan en los primeros cinco lugares de cada evento en el que se dan medallas y a dos más al azar. Sin embargo, todos los atletas de la Villa Olímpica están sujetos a pruebas aleatorias, sin previo aviso. Y en caso de que el laboratorio pierda alguna muestra, se congelan todas las muestras de sangre y de orina y se almacenan en Suiza para poder volver a analizarlas con tecnologías mejoradas o cuando surjan acusaciones de dopaje.
Devolución de las medallas olímpicas
Con los años, eso ha metido en problemas a muchos atletas y se han revocado medallas, varios días e incluso años después de que el propietario se las ganara. Por ejemplo: en marzo de este año, seis rusos perdieron las medallas que habían ganado en eventos de atletismo entre 2008 y 2013 luego de que una comisión independiente recomendara que se hicieran a cabo nuevas pruebas.
En cifras, la halterofilia varonil ostenta el dudoso honor de tener el mayor número de medallas revocadas: más de 15, muchas de ellas de países de Bulgaria y otros del antiguo bloque soviético. A esa marca le siguen, aunque no muy de cerca, el equipo ruso femenil de esquí campo traviesa, que perdió cinco medallas, y una sola atleta estadounidense: Marion Jones.
Jones fue la primera mujer en ganar cinco medallas de atletismo en un olímpico, Sydney 2000; se llevó tres medallas de oro y dos de bronce. Repetidamente negó las acusaciones de que había usado esteroides y finalmente, en 2007, reconoció que les había mentido a los inspectores federales, lo que constituye un delito. Purgó una condena de seis meses de prisión y la obligaron a devolver las cinco medallas.
El velocista canadiense, Ben Johnson, destrozó el récord mundial al ganar los 100 metros planos en Seúl 1988, pero al día siguiente se canceló porque dio positivo en estanozolol, un esteroide. El estadounidense Carl Lewis se volvió el nuevo ganador de la medalla de oro.
Tal vez el ejemplo más famoso de las trampas olímpicas sea Lance Armstrong, a quien despojaron de su medalla de bronce y de sus títulos del Tour de France luego de que reconociera que se había dopado sistemáticamente durante su carrera.
Sin embargo, no todas las trampas de los olímpicos modernos son obra de los atletas. Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, se reveló la verdad sobre el dopaje sistemático de los atletas de la República Democrática Alemana. Se dieron a conocer documentos con los que se demostraba lo que muchos siempre sospecharon: la inmensa cantidad de medallas que esos atletas ganaron desde principios de la década de 1970 no siempre se debía a las proezas físicas naturales.
El programa, con el nombre de «Tema de Planificación Estatal 14.25», administrado en conjunto con la Stasi o policía secreta, consistía en que los entrenadores o los médicos les administraran a los atletas «cápsulas vitamínicas», que en realidad eran grandes dosis de esteroides, sin su conocimiento. Las principales víctimas fueron las niñas y las jóvenes que recibieron dosis de esteroides androgénicos y de testosterona más grandes que las que se administraban a los atletas varones.
Las víctimas llevaron ante los tribunales una larga lista de casos de perjuicios, entre ellos malformaciones mamarias, quistes de ovario, infartos al miocardio, daños en hígado y riñones, cáncer y en algunos casos, la muerte. Eso además de los efectos secundarios sexuales de las grandes dosis de esteroides y testosterona.
Heidi Krieger fue la campeona de lanzamiento de bala y ganó la medalla de oro en los Campeonatos Europeos de Atletismo de 1986. El uso excesivo de esteroides la alteró tanto físicamente que optó por someterse a una cirugía de reasignación de sexo. Hoy se la conoce como Andreas Krieger y plasmó su vida en una película.
El gobierno alemán otorgó un pago único de 10.000 euros a alrededor de 200 atletas de la antigua República Democrática Alemana que recibieron esteroides; otros demandaron a Jenapharm, la farmacéutica gubernamental que fabricó el Oral-Turinabol, el esteroide que se les administró. Algunos de los entrenadores y médicos que participaron en el programa recibieron condenas por daños físicos, pero purgaron sentencias cortas en prisión.
FUENTE: CNN EN ESPAÑOL