El lunes por la noche, en el exterior del O2 Arena de Londres, la superestrella del hiphop Pitbull comía un cuenco de pollo al curri japonés. A unos metros, Pitbull jugueteaba con un cargador de iPhone. Un Pitbull solitario consultaba su reloj, y una fila de Pitbulls subía por una escalera eléctrica. Dos Pitbulls iban de la mano. Cuatro más se repartieron una botella de vino rosado.
El verdadero Pitbull —Armando Christian Pérez, natural de Miami, quien a principios de la década de 2010 llevó una bulliciosa variedad de rap bailable a la cima de las listas de éxitos— estaba entre bastidores, preparándose para la primera de sus dos actuaciones en el estadio, con capacidad para 20.000 espectadores. Oleadas de jóvenes fans han adoptado la costumbre de imitar al artista en cada fecha de su gira “Party After Dark”, poniendo especial atención a su rasgo más famoso, el más lampiño.
“Estoy bastante seguro de que ya se han agotado todas las gorras calvas en las tiendas de artículos para fiestas de Londres”, dijo Jay McGillan, de 19 años.
McGillan dijo que había visitado siete tiendas y no había encontrado nada, así que improvisó dibujando un retrato de la brillante coronilla de Pitbull directamente sobre la tela de su camisa blanca de botones. Se unió a una fila de fans que entraban en tropel en el estadio, uno de ellos con una camiseta que decía: “Las chicas buenas van a la iglesia… Las chicas malas van con Pitbull”.
Son tiempos de auge para los uniformes de concierto, un fenómeno relativamente reciente en el que los fans de un artista coordinan en las redes sociales para llevar lentejuelas para ver a Taylor Swift y botas vaqueras para Beyoncé. (Las “parrotheads” o “cabezas de papagayo” de Jimmy Buffett se adelantaron mucho a esta moda).
Pero la manía por Pitbull es un caso atípico por su extravagancia, su evidente falta de atractivo sexual y su uniformidad. Deambular entre los Pitbulls se parece a la noche de Halloween, si Halloween solo tuviera una opción de disfraz y fuera Pitbull.
En la acera fuera del estadio, los fans se ayudaban a mejorar sus disfraces con la energía de un proyecto de grupo demente. Shannon Hilton, de 25 años, utilizó delineador líquido para dibujar una barba de chivo a su amiga Georgia Burdett. Ambas han sido fans de los himnos fiesteros de Pitbull —“Fireball”, “Give Me Everything”— desde que eran adolescentes, y esperaban que el concierto fuera un viaje nostálgico.
Burdett, de 25 años, estaba modificando al estilo Pitbull el blazer y los pantalones negros que se había puesto para ir a la oficina ese mismo día. Revisó su nuevo vello facial en el reflejo de la pantalla del teléfono de una amiga. “Estoy muy satisfecha”, dijo.
La mayoría de los Pitbulls dijeron que habían tomado la idea de disfrazarse de TikTok o Instagram, donde desde hace un par de años circulan videos de fans con gorras calvas. Pero, ¿por qué casi la mitad del público había decidido comprometerse tan a fondo con esta broma en particular, en esta noche en particular, tanto así que mirar a través del estadio era como nadar en un mar de látex color nude?
Hilton lo llamó “mentalidad de rebaño”. Otro fan lo describió como “una gran broma interna”.
“Como adultos, no tenemos realmente la oportunidad de ser bobos y disfrazarnos de algo ridículo”, dijo Uvie Emagbetere, de 26 años, quien había cortado un par de medias para hacer su gorra calva.
Su amiga Sofia Sa, de 27 años, había superpuesto tres mallas de peluca para conseguir un efecto ultrasuave. “Tenemos dinero de adultos, y esto es en lo que esta generación decide gastarlo”, dijo.
El hombre que puso en marcha este movimiento de gorras calvas nunca esperó tener tantos imitadores. En una entrevista, Pitbull, de 44 años, dijo que había notado por primera vez la proliferación de disfraces cuando los recintos para conciertos empezaron a reabrir tras los cierres por la covid-19. El frenesí alcanzó otro nivel durante su gira europea del año pasado.
“Me dije: ‘Hombre, es mejor llamarlos los calvitos’”, dijo. “Mi abuela siempre me decía en español que tengo que volar alto, como un águila”.
El artista dijo que le conmovía que alguien quisiera disfrazarse de él: “Cuando estamos ahí fuera pasándola bien, nos elevamos y volamos alto juntos”.
Pitbull recalcó que el fenómeno de la gorra calva no era una brillante estrategia de publicidad por parte de su equipo. (“¡Nunca hemos intentado maquinarlo!”). Aunque este año sí que lo ha disfrutado, pues ha publicado en las redes sociales videos de fans disfrazados y ha mencionado a los calvitos en el escenario y en entrevistas. Ahora vende un kit “Mr. 305” que incluye una gorra calva y una corbata de moño por 19,99 dólares.
La gira está repleta de éxitos de la década de 2010, aunque en 2023 el artista publicó su álbum de estudio número 12, Trackhouse. Pitbull dijo que estaba orgulloso de atraer a fans de todas las edades. “Mi grupo demográfico va del pañal al pañal”, dijo.
El lunes irrumpió en el escenario poco después de las 9.30 p. m., con una chaqueta de cuero ceñida y saltando al ritmo de “Hey Baby”. Se golpeó el pecho, sacó la lengua y dirigió a la multitud para que respondiera a su llamado: “¿Quién ha venido a enfiestarse?” “¡Nosotros hemos venido de fiesta!”.
Entre la multitud de calvos había estudiantes, contadores, obreros de construcción y 10 miembros de un grupo de fitness que solía hacer ejercicio mientras escuchaba a Pitbull. Los fans lanzaron hacia el escenario pelotas de playa que parecían globos terráqueos, en referencia a uno de los apodos del artista, Mr. Worldwide.
Ross Ladbrook, de 47 años, se burló de sus amigos cuando se quejaron de que sus gorras le resultaban incómodas. Él llevaba años siendo calvo antes de que Pitbull llegara en Londres, y por fin su apariencia estaba en onda. “Me siento como en casa”, dijo.
Heidi Lees, de 39 años, llevaba jeans y una camiseta verde, y el pelo recogido en una cola. “Soy demasiado vieja”, dijo sobre su falta de calva. “No sabía que eso existía”. Le había sorprendido el inmenso desfile de Pitbulls, pero dijo que la había conquistado por su absurdo: “Ver a los humanos solo siendo humanos es divertido”.
Al terminar el concierto, los Pitbulls subieron al metro en la estación de North Greenwich y se quitaron sus barbas de chivo adhesivas. Se sacudieron el pelo sudoroso. Un Pitbull vomitó en una bolsa de basura.
El hechizo se había roto. Pero una vez que has visto tantos Pitbulls, puede ser difícil ver cualquier otra cosa. Cerca del estadio, me acerqué a una mujer que llevaba un perro con el hocico arrugado, me preguntaba si había traído a la mascota como un accesorio especialmente literal.
No parecía saber que se estaba celebrando un concierto. “Es un bulldog inglés”, dijo con aspereza.