En materia de seguridad, estamos acostumbrados a utilizar “heurísticos”, es decir, atajos valorativos que nos permitan simplificar la realidad y formarnos opiniones más o menos claras sobre asuntos complejos. En este marco, sabemos o creemos que la inseguridad está cada vez peor, y nos queda claro también que es labor del Estado preservarla donde la haya y acrecentarla donde sea insuficiente.
El énfasis en los recursos es importante porque ahí estriba la complejidad y amplitud del espectro de los actores involucrados en el tema de la seguridad. El modelo económico neoliberal, debates aparte, no ha contribuido a reducir la brecha entre ricos y pobres; más bien la ha aumentado. Por otra parte, la doctrina liberal también ha sido una acérrima defensora de que el Estado, entendido como gobierno, debe ser lo más escueto y menos influyente posible. Así, mientras menos impuestos cobre y menos se meta en los asuntos de los particulares, mejor.
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El problema fue que, a lo largo de las últimas décadas, muchos países se convirtieron en enanos fiscales, gobiernos pobres que no podían hacer casi nada, y cuyo margen de maniobra en lo que respecto a la economía y la distribución de la riqueza ha sido cada vez más insignificante. Eso redundó en menos dinero para servicios públicos, y todos fueron golpeados: salud, educación, y por supuesto seguridad. Sin embargo, a los ricos no les importó gran cosa cuando las clínicas y las escuelas públicas se vinieron abajo: ellos hicieron las suyas, donde eran bien atendidos y bien educados.
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Sin embargo, en el tema de la inseguridad no fueron tan afortunados, porque la peligrosidad es la misma, en general, para todos, hablando de ciertos ámbitos. Por supuesto que los rumbos de ricos y pobres varían, y los barrios están dibujados con fuertes implicaciones socioeconómicas que implican mayor o menor prioridad para las policías. Pero los espacios públicos, como la calle, los teatros, los cines y las plazas comerciales, son también un foco de inseguridad cuando no se cuenta con los recursos suficientes ni con los perfiles adecuados en las corporaciones estatales que están para prevenir los delitos.
Una de las vertientes más complejas del problema, además de descubrir las razones de la misma (la causa es la pobreza, dice algún demagogo, como si los criminales fueran todos pobres desempleados que primero mandaron curriculas) es quién debe combatirla, sobre todo porque hay una clara diferencia entre la delincuencia común y la delincuencia organizada. Mientras que la delincuencia común es la que más afecta a la persona común y corriente (el robo a transeúnte y el robo a casa habitación causan más pánico al ciudadano de a pie que, por ejemplo, el narcotráfico con lanchas rápidas que se bate a balazos con los marinos), es la delincuencia organizada la que ha estado en la agenda prioritaria de los gobiernos, y la que representa el mayor impacto en términos de recursos económicos generados y utilizados en contra de las fuerzas de la ley.
Aunque fue el presidente Calderón quien se lanzó como adolescente primerizo a pelear una guerra convencional contra el narcotráfico, desde la época de Zedillo ya se había coqueteado con la idea de que en lugar de profesionalizar a la policía, la mejor fórmula para combatir al crimen organizado era el uso de las fuerzas armadas. Este esquema, en el que hoy estamos metidos hasta las amígdalas, es un craso error. Afortunadamente, la policía federal ya está a años luz de lo que era hace unos años, y vamos encaminados a un oficio policial verdaderamente aspiracional. Pero tomará tiempo.
Por razón de tiempo y espacio, baste decir que no se combate a una entidad violenta de naturaleza económica (crimen organizado) con un ejército convencional, pues carece de un centro de gravedad político que asegure la victoria con acciones militares; al ser su centro económico, son barreras económicas e incentivos negativos de tipo financiero las que pueden disuadir a un empresario delincuente de seguir en el negocio. Por otra parte, un soldado es, por formación y razón de ser, completamente distinto a un policía. El soldado está para pelear guerras, no para prevenir delitos. La mentalidad del soldado es la de cumplir órdenes, no la de valorar situaciones concretas en un retén carretero; en fin, es una que no se lleva nada bien con las zonas grises de la negociación de la ley que tanto gustan en la idiosincrasia nacional. Eso ha llevado a que, pese a que el ejército y la marina siguen siendo las instituciones con mayor confianza ciudadana (cerca del 80% según los últimos datos de la ENVIPE del INEGI), se hayan presentado cada vez más casos en los que se cuestiona su labor y se demerita su desempeño. Esto es trágico.
Cuando nuestras fuerzas armadas salen a pelear, a repeler agresiones, arriesgan sus vidas para defender causas que ellos consideran más importantes que su comodidad y su supervivencia, y eso debe quedar claro a los violentos de mouse y teclado, que agreden a los soldados desde la comodidad de su teléfono, y escudados en el anonimato que tan bien le va al resentimiento tóxico. Si sus opiniones infundadas y comentarios majaderos fueran balas, ellos serían de mucha utilidad en el combate al crimen. Pero no lo son.
Si un soldado comete un delito o viola derechos humanos, el fuero militar no es un privilegio, sino un costo adicional para esa persona, puesto que las penas son mayores y más rígidas que en el fuero civil. Cuando nuestros soldados (porque son nuestros, tuyos, así como “el petróleo” y otros seres fantásticos del discurso político) son criticados por acciones de uno o varios individuos en lo particular, es igual de irracional que juzgar a toda una organización (piense en la que usted trabaje o estudie) por el desempeño de su peor integrante. Sería impreciso y mañoso. Pero también por un asunto de formación, de institucionalidad, los soldados en lo individual no se la pasan subiendo en Facebook los turnos de 24 horas sin dormir que pasan en lugares inhóspitos, ni presumen en Twitter que lograron sobrevivir otro día.
¿Tiene que regresar el ejército a los cuarteles? Sin duda. ¿Se puede de un día para otro? No, porque algunos inquilinos previos de Los Pinos declararon guerras con consecuencias logísticas, económicas y poder de fuego muy reales, que siguen azotando a varios estados de la república. Mientras eso sucede, invito a todos a investigar el régimen de disciplina, sacrificio y carencias por el que pasa un soldado mexicano desde que ingresa al ejército hasta bien entrada su edad madura. Se encontrarán con hombres y mujeres con una voluntad y una vocación que la mayoría no podríamos ni soñar. Le pese a quien le pese.
Fuente: SDP noticias