Lo ideal es que triunfe la sociedad: no solo un candidato, un partido o una alianza. Los verdaderos ganadores deben ser los ciudadanos. En las auténticas democracias celebran todos, no solamente los seguidores de quien obtuvo más votos. Si bien en casi toda competencia hay ganadores y perdedores, las primeras líneas encierran una verdad sostenible, aunque muy difícil de asimilar por la partidocracia y la cuestionable capacidad de algunos de los que se postularon.
Desde el inicio se pronosticaron alto abstencionismo, descalificaciones, voto blanco, voto nulo, voto de castigo, denuncias, acarreos, e incluso fraudes, vicios propios de las contiendas electorales en el país, por lo cual la expresión inicial del texto resulta más bien una fantasía y no un objetivo final a trabajar como sociedad en democracia.
Hasta cierto punto es comprensible, dadas algunas condiciones políticas de poca legalidad y casi nula legitimidad. Es cosa de mirar más allá de las fronteras de Quintana Roo para comprobarlo.
La clave es saber si los ciudadanos están a dispuestos a seguir aceptando tales condiciones o pretenden intervenir activamente en el desarrollo del modelo.
Porque si antes de la jornada comicial de ayer se sabía de violaciones a la ley y antes del resultado oficial se sospechaba de “mano negra”, ¿no es suficiente para levantar la voz como ciudadano, no solo como simpatizante de un candidato o miembro de un partido? Peor aún: ¿Por qué abstenerse, votar nulo o en blanco?
Aun cuando sea comprensible por dichas condiciones, tampoco es sano eludir lo impostergable.
A nivel nacional no solo los jóvenes están desencantados con el sistema, porque el sentimiento es parejo.
Por muy atractivas que hayan parecido las propuestas de los aspirantes, la falta de identificación ideológica queda en segundo plano, pues hoy pesan más la inseguridad, la falta de crecimiento económico, el endeudamiento o los impuestos, problemas heredados por la clase política en su conjunto.
En tal contexto, se entiende, es complicado participar activamente en la política, pero la motivación debe ser superior a la partidista; es decir, una en favor de las libertades públicas, de los valores democráticos y las causas nobles, como la lucha contra la pobreza y el hambre, el cuidado al medio ambiente, el combate a la discriminación o la promoción de la paz, todo en el marco de la ley y ojalá en coincidencia con los proyectos burocráticos.
En este sentido conviene recordar la importancia de las redes sociales, plataformas en las cuales ciudadanos o grupos denuncian prácticas ilegales y excesos, así como difunden información “olvidada” o escondida por los protagonistas, logrando con ello un activismo incipiente, aunque necesario.
Es insuficiente aún, debido a la enorme brecha digital, pero estas acciones colaborativas siempre tienden a multiplicarse.
Lo que se propone a fin de cuentas es un cambio de paradigma, un cambio de “chip”, una sacudida de conciencia, que es lo más urgente en este momento, para encontrar la ruta hacia el progreso.
No se trata de boicotear los procesos; sino de participar, de intervenir, de transformar, para que una minoría no reescriba leyes, no imponga sus intereses ni viole las garantías de terceros. En concreto, se trata de cumplir los derechos y las obligaciones.
Cada sociedad aborda estos problemas desde diferentes perspectivas, dependiendo de su cultura, sus experiencias históricas o su marco jurídico, pero también considerando las expectativas comunes y los ideales compartidos.
Tras los comicios se cierra un ciclo, se cumple un calendario, pero se presenta otra oportunidad para realizar lo planteado. Para ello, nunca es tarde.
Muchos no sabrán quién ganó, en poco tiempo olvidarán su nombre o desconocerán qué iniciativas presentará en la Cámara, si es lo que lo hace. Es una pena, porque serán, seguramente, los próximos gobernantes. Por lo mismo, el cambio no puede esperar.